Luisa Bonilla Ruiz: “Para qué vigilar mi salud si no me puedo permitir enfermar”
MUJERES PUNTERAS. Espacio patrocinado por Bogo.
Martes, 18 de abril. 10 de la mañana. Avd. del Océano. Punta Umbría. Chiringuito Cazorla.
La redacción del periódico Punta Umbría Punto Cero tiene una cita con Luisa, una empresaria de 74 años de la que todo el mundo en algún momento ha escuchado hablar.
Bella, elegante y de personalidad arrolladora, es una de esas mujeres con mayúsculas, que cuando cruza una calle, todos y todas se paran y se giran para mirarla.
Al llegar al chiringuito: flores, mar, sol, olor a guisos marineros, a sal y sobre todo, olor a limpio.
Cocina recogida y resplandeciente como si allí no hubiera pasado nada. Pero nada más lejos de la realidad. Cada día, a las seis de la mañana, en el mejor de los casos, el Chiringuito Cazorla toca diana. Luisa ya está en marcha, porque cada día viene bien cargado de cosas por hacer y de sorpresas de última hora. Su vida es un no parar.
A las nueve de la mañana, con guisos listos para comer, sale a las compras, a los bancos y a la farmacia. A las diez de la mañana, ella, cada día, está en su chiringuito de vuelta, preparada para afrontar todo lo que venga. La experiencia le dice que cada jornada se puede presentar de la forma más disparatada posible.
Nada más entrar en el Cazorla, nos encontramos con ella. Rápidamente la reconocimos por esos labios pintados de rojo. Ya nos habían hablado de ella. Sonrisa preciosa. Bata blanca nuclear. Oídos atentos a las continuas llamadas. Móvil imparable. Hijos que entran y salen. Empleados a la espera de una mirada cómplice de ella para dar por concluida una tarea y empezar la siguiente. Marido insistente en asuntos que solo ella entiende….
Entre llamada y llamada, comenzamos a conocerla. Luisa nació en Guadalcanal, un pueblo de la sierra norte Sevilla. Es la tercera de seis hermanos. Toda su infancia la vivió en el campo. Sin luz, sin agua… Sus padres le brindaron una infancia feliz basada en el cariño y en la simplicidad. Jugaba con piedras construyendo castillos de ilusiones y se alimentaba de lo que el campo les proporcionaba… Nada echaba en falta. No conocía otras formas de vida.
Niña inteligente pero sin oportunidades. Estudió desde los 7 hasta los 12 años. Poca cosa. Pero la vida no daba opciones. Ella feliz. Siempre conformada. No añoraba otra forma de vida. No había más ambición que ayudar a sus padres en las tareas del campo. Con los años, a los 30, se sacó el carnet de conducir, eso sí, luchando contra viento y mareas. Su entorno parecía no creer en su capacidad y trataba de quitarle las ganas, pero ella lo tenía claro y lo logró. Se lo sacó a la primera. Bocas calladas. A día de hoy y mirando atrás admite: “menos mal que me saqué el carnet de conducir. Menos mal…”
Recién alcanzada la mayoría de edad, surgió una oferta para trabajar en la casa de Conchita, una “Señora” de 25 años que vivía en Trigueros y que veraneaba en El Cerrito de Punta Umbría. Con enorme respeto, aún a día de hoy, Luisa se sigue dirigiendo a ella como “mi Señora”. Fue difícil para nuestra protagonista afrontar la misión de trabajar en una casa haciéndose cargo de las labores del hogar, pues ella lo único que había hecho en su vida era trabajar en el campo de su padre. “No sabía hacer absolutamente nada, y la madre de mi Señora, Doña Laura, se vino dos meses para enseñarme las tareas propias del que iba a ser mi trabajo”.
Luisa estuvo tres años trabajando para Conchita, que tenía tres hijos: Guillermo, Lauri y Pedrito José, “al que llamábamos Tote. Yo los adoraba y los sigo adorando”, cuenta con cariño. “Tote dormía en mi habitación” recuerda orgullosa nuestra protagonista. “Aún mantenemos el contacto, jamás lo perdimos. Ellos vienen a verme al chiringuito cada vez que pueden. Me dan una alegría enorme cuando los veo aparecer”. Y es que hay experiencias casi fugaces que calan hondo en el corazón…
Aunque el trabajo era en Trigueros, cuando llegaba el verano, la familia se venía, como tantas otras, a Punta Umbría. Luisa tenía tan solo 18 años cuando pisó nuestro pueblo por primera vez. Recuerda su primer encuentro con el mar. Entró en shock. Se sintió muy pequeñita ante tanta grandeza. Impresionada. Narra la sensación de mareo cuando se vio de pie ante esa inmensidad de agua en movimiento. Las olas y el horizonte azul impactaron bruscamente sobre toda su vida anterior, en la que el verde y el marrón acaparaban todo su arco iris.
Doña Laura, la madre de su Señora, en tan solo dos meses moldeó a nuestra protagonista para que pudiera hacer frente a la vida en la civilización. Hoy día, Luisa la reconoce como su mayor referente personal. Los valores los traía de cuna, pero las enseñanzas de Doña Laura han hecho de ella la mujer que hoy es. Al menos así es como ella piensa. Para qué discutírselo…
Luisa, con 18 años y en Punta Umbría, trabajaba con uniforme. Llevaba cada día a pasear a los tres niños de su Señora a la plaza Pérez Pastor. Allí fue donde conoció a Juan Cazorla Pomares, con el que se casó tras tres años de noviazgo.
Tan sólo estuvo tres años trabajando en aquella casa familiar, pero fue más que suficiente para guardar durante el resto de su vida un recuerdo imborrable de cada uno de ellos. Un recuerdo que además quedó plasmado en un libro de la vida de Conchita, su Señora, donde Luisa aparece como parte de la familia. Esa experiencia, tras salir del campo, fue como ella misma dice “aterrizar en la civilización”. Una vivencia inolvidable que la hizo despertar y ver que había mucha más vida tras lo poco que ella conocía.
Juan, su marido, era contratista y todo un artista. Para lo bueno y para lo malo. Con él tuvo cuatro hijos, Juanlu, David, Dani y María. Las cuatro patas de su estabilidad y alegría de vivir. Todo iba bien hasta que hace 30 años, la empresa de Juan sufrió una crisis. Dejó de entrar trabajo. Tenían cuatro hijos en el mundo… A Dios gracias, surgió la oportunidad de hacerse con el chiringuito que hoy sigue explotando, el chiringuito Cazorla. Nada tuvo que pensar. Su única ambición, sacar a sus hijos adelante sin que les faltara de nada. Hoy día esa misión está cumplida, aunque la vida se empeña en seguir poniendo a Luisa contra las cuerdas. Y es que hay personas a las que el universo parece tenerles la guerra declarada.
Nos cuenta que siempre ha sido una persona de profundas creencias religiosas, pero es cierto que cuando la vida castiga sin sentido, la fe se tambalea, y ese es el caso de Luisa, que no acaba de entender por qué su Dios se empeña en no dejarla llenar sus pulmones de aire. Siempre su alma está en vilo. Cosas sin sentido. Resignada y con admirada alegría, Luisa navega cada día con el peso de su empresa y con el dolor de la enfermedad de su hijo y su marido.
“¡¡¡Ella es la matriarca, ahí la tienes, la que lleva todo para adelante!!!” grita con divertida espontaneidad su hijo Dani al entrar en el chiringuito. Luisa lo escucha y sonríe mientras atiende a la entrevista y a mil llamadas de teléfono de proveedores que no pueden esperar. También está organizando las revisiones médicas de sus trabajadores y, por supuesto, cogiendo las citas médicas inminentes para su marido y su hijo, que necesitan revisiones y tratamientos continuos. Luisa se emociona ante ese reconocimiento inesperado y sincero de Dani. “Mis hijos lo son todo para mí” dice entre lágrimas.
Todo lo saca adelante con alegría y sentido del humor. Su fuente de energía: sus cuatro hijos, sus 8 nietos y por supuesto su bisnieta Martina, de 15 meses, que colma a su marido enfermo y a ella de cariños infinitos. “Es un regalo del cielo” dice con ojos brillantes y mirando al mar.
Durante muchos años, su vida ha transcurrido entre la calle Delfín, donde vivía con su marido e hijos, y el chiringuito, donde trabajaba de sol a sol. Era un piso cómodo, bonito, pero un piso con escaleras, un lugar inaccesible para personas con dificultades de movilidad. Y como la vida nunca ha estado por la labor de ponerle las cosas demasiado fáciles, tuvieron que abandonar el domicilio. A la larga enfermedad de su hijo, se sumaban las secuelas de un ictus que sufrió el pasado mes de julio. “No pasa nada, Ana, mira qué bien estamos aquí”… Luisa sin pensárselo, se levantó y nos invitó a conocer las dos pequeñas habitaciones y el baño que han habilitado en el propio chiringuito donde viven de forma permanente tras ver que esa era la mejor opción posible para las nuevas circunstancias de salud de su hijo. “Las escaleras eran una barrera insalvable”, lamenta resignada. Pero para ella todo sigue estando bien…
La pregunta era inevitable… Pero Luisa, por dios, ¿de qué madera estás hecha?
Ella sonríe. No se atreve a definirse. Pero tras un par de horas de conversación, pocas dudas quedan. Luisa es “una única”.
Nuestra protagonista es alegre, divertida, inteligente, empática y familiar. Tiene un punto de conformismo en lo personal que le ayuda a continuar su vida sin plantearse grandes cambios, pero a la vez es extremadamente exigente consigo misma. Ha aprendido desde pequeña a minimizar los dramas y a sacar lo bueno de cada situación. Nada puede ya con ella. “Mi vida transcurre entre la cocina, la atención a mis clientes, el cuidado de mis plantas, que por cierto, es algo que me apasiona, y la vigilancia de la salud de los míos”. Luisa es una persona sociable, pero lo cierto es que, como ella misma reconoce, “no dispongo de tiempo para cultivar la amistad ni tengo tiempo para aficiones personales. Hablo por teléfono con ellas, sobre todo con Teresa y Pepi, que son mis grandes incondicionales, pero para vernos, ellas tienen que venir al chiringuito, me lo tienen que facilitar, y así hacemos. No tengo tiempo para más. Ellas lo saben”.
Su valor más preciado es la salud y pide a su Dios, al que últimamente mira de reojo, que su cuerpo, su cabeza y su alma no enfermen, “porque es algo que no me puedo permitir”.
Hay personas invencibles. Con una fuerza sobrehumana. Con una alegría inquebrantable. Personas que lloran sonriendo y no abandonan su lucha aún estando gravemente heridas. Personas que saben agarrarse a la fuerza que les transmite un gesto de cariño y comprensión, un abrazo templado o una mirada de ternura. Ella se agarra a la admiración de quienes la quieren bien. Y de ahí saca su fuerza. De ahí se nutre para seguir siendo la mujer admirable que todo su entorno necesita ver en pie.
Ella no se permite envejecer sabiéndose imprescindible, y por eso, cada mañana, y a pesar de sus 74 años, antes de que salga el sol, se va al baño, se echa agua en la cara y coge el pintalabios rojo, porque cuando se pinta los labios al amanecer, inicia una nueva vida desde cero, perdonando todo lo malo vivido.
Luisa sabe a ciencia cierta, aunque no nos lo reconozca por humildad, que por encima de todo y a pesar de todos, ella sigue siendo ese amortiguador necesario que absorbe cada sacudida de la vida, el amortiguador que facilita el bienestar de todo su entorno.
La vida de Luisa es intensa y dura, pero sin duda también está cargada de sentido.
Periódicos Punto Cero agradece haber tenido la ocasión de conocer personalmente a esta Mujer Puntera, a la que deseamos muchos guisos marineros, muchas flores y toda la salud que la vida no le ha concedido a los suyos.
Compartir
Visita o descarga la versión en PDF de Periódicos puntocero