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Arrancamos la sección ‘El Rompido en el Corazón’ con José Burgos Almeida, que con 88 años de edad es el hombre más longevo del Rompido, quien nos cuenta cómo era la vida, durante su infancia y juventud, en el núcleo costero. Una vida dura que, no obstante, sentó las bases, gracias al trabajo infatigable de personas como José, y sus familias, de lo que El Rompido es a día de hoy.
Nos citamos con José a través una de sus hijas, que nos dice que alguien tiene que estar presente en la entrevista porque su padre es mayor y tiene problemas de audición. No obstante, la vida laboral y las obligaciones mandan, y aunque su hija no puede estar presente, deja a José en buenas manos, en la Asociación de la Tercera Edad ‘La Patera’, del Rompido, donde el propio José, junto a sus amigos Manuel, Juan y Paco nos estaban esperando tomando unas tapitas. El presidente de la asociación, Manuel Hurtado Borrero, se ofrece para hacer la entrevista junto a José y ayudar a mantener una comunicación fluida. José está perfecto, como suele decirse, ‘de cabeza’, aunque claro, su oído no es el que era. Pero quien, como Manuel, lo conoce de toda la vida, parece tener una sincronización casi perfecta. Se entienden con sólo una mirada y gracias a eso, además de a la amabilidad de ambos, la entrevista se desarrolla a las mil maravillas.
José Burgos Almeida tiene 88 años cumplidos en el pasado mes de marzo. Nos dicen que es el hombre más longevo del Rompido. Hay dos mujeres que tienen más edad que José. Manuel Hurtado Borrero, que también habla con nosotros, es el segundo hombre más mayor del núcleo costero y cumplirá 86 años en mayo. Aunque parezca un tópico por el afán de agradar, lo cierto es que ninguno de los dos aparenta la edad que tiene. Se conservan a la perfección, salvo por los problemillas de oído, y también de vista según nos dicen, que padece José.
La familia de nuestro protagonista procede de Almería, por parte de abuelos paternos, y de Isla Cristina, por parte de sus abuelos maternos. Se afincaron en El Rompido, donde José nació, creció y ha vivido hasta el día de hoy. “Éramos 7 hermanos y hoy sólo quedamos una hermana que vive en Isla Cristina y yo”, explica José, quien también nos contextualiza El Rompido de su infancia: “Todo eran chozas de junco y no había luz”.
Estamos hablando de los años de Posguerra, con una España aun sufriendo las consecuencias de la Guerra Civil, una situación que se agravó tras la finalización de la II Guerra Mundial, con el aislamiento internacional de España. Es por ello que los estudios eran algo secundario, pues todos los miembros de una familia tenían que poner su granito de arena para traer el sustento a casa. “No teníamos escuela. Había una casa, la de Paco Luis, que se cedía para que una mujer, que no tenía título de maestra, nos diera clases. Teníamos que llevarnos bancos de corcho para sentarnos. A veces la maestra se dormía y nosotros nos escapábamos. Cuando la maestra se espabilaba, ya estábamos todos en la calle”, recuerda José. Pero había poca regañina en casa por esto, porque lo más urgente era contribuir a la economía familiar, que era claramente de subsistencia. “Por las mañanas trabajábamos y por las tardes, a veces íbamos también a que nos diera clases un Guardia Civil”, nos cuenta Manuel, que prosigue explicando que “en mi caso éramos nada más que dos hermanos, pero ellos (por José) eran muchos más. Tenían que ayudar todos. El más mayor hacía más cosas y el más pequeño ayudaba en lo que pudiera según su edad”. Durante buena parte de su infancia, José y Manuel vivieron las cartillas de racionamiento. “El pan que traían que nos tocaba en la ración, te tomabas un cacho y te hacía daño en la garganta”, rememora Manuel.
“Mi madre tenía cabras y teníamos unas bestias para llevar el pescado a Cartaya y entonces yo me dedicaba a buscar la borraza para alimentar a los animales, una hierba que se cría en el agua salada. Era difícil coger hierba del campo porque como cogieras hierbas de ciertos sitios te denunciaban. A veces la cogíamos a escondidas, pero cuando veíamos que no se podía, había que coger la borraza”, nos cuenta José, que relata por qué era de vital importancia tener bien alimentados a los animales: “Tenían que estar alimentados porque, entre otras cosas, eran el único medio de transporte que había. Los 8 kilómetros entre El Rompido y Cartaya se hacían cada día en burro. Una hora y media más o menos se tardaba, tanto a la ida como a la vuelta. Había que ir a Cartaya para todo: comprar, médico, y sobre todo para vender el pescado y el marisco. Eran 8 kilómetros hasta la entrada del pueblo. Si ibas más adentro, eran 9 kilómetros”.
Otra de las cuestiones que nos llaman más la atención de aquella época es algo en lo que ambos insisten: “Íbamos descalzos”. Manuel y José recuerdan que “aquí, para la feria de Cartaya, que antes se hacía siempre en octubre, la gente compraba unas alpargatillas y se iban del Rompido a Cartaya descalzos. Cuando iban entrando en Cartaya, se ponían las alpargatas. Después, cuando venían de vuelta, de nuevo se las quitaban porque no querían romperlas, tenían que durar. Y fíjate hacer ese camino descalzo, que la carretera no es como ahora, eso era un camino, con piedras”. Igualmente, si querían ir al cine, que lo ponían en Cartaya, tenían que hacerlo a pie, tanto a la ida como a la vuelta.
Parece tan lejano y tan ininimaginable para los que somos de varias generaciones posteriores, que para mentalizarnos, José nos cuenta una anécdota de una señora llamada Paca, que iba a diario, a pie, del Rompido a Cartaya a vender su pescado: “En la mitad del camino había una barranquita y allí descansaba. Se levantaba todos los días a las 4 o 5 de la mañana para ir andando. Un día iban mis hermanas con la burra y saliendo del Rompido, se la encontraron entrando y le preguntaron ‘¿A dónde vas, Paca?’ Ella respondió que iba para Cartaya. Mis hermanas le dijeron que se había equivocado de dirección. Claro, con el cansancio, se levantó traspuesta y había cogido el camino de vuelta al Rompido. Le tuvieron que coger la carga que llevaba, ponerla encima de los burros y acompañarla a Cartaya para que pudiera vender el pescado”.
Y es que era algo habitual que el hombre se encargara de pescar e ir a por la carnada y la mujer de vender y dedicarse a otras tareas como preparar anzuelos, remendar redes, etc. Todo tenía que estar distribuido para poder subsistir. Sin duda era una vida muy dura en todos los puntos de España, pero en núcleos pequeños como El Rompido, y dependientes de otra localidad, aún más. “Aquí no había ni médico ni practicante ni nada. En Huelva había un hospital en La Merced, pero para ir te tenían que dar un papel aquí en el Ayuntamiento. La jubilación tampoco era viable. Se jubilaban cuando no podían más. Antes, una persona con 60 y pico años era un anciano. Eso el que llegaba. Mi padre murió con 65 años y mi padre era un anciano, sentado en su sillita. Y al padre de José, pues le pasó igual”, cuenta Manuel.
EN LA ALMADRABA
Comienzan a charlar entre ellos sobre el trabajo. Dedicados toda su vida al mar, nos cuentan cómo era el sector de la pesca al principio y ambos señalan que trabajaron en La Almadraba del Rompido. “En la almadraba se vivía durante 6 meses, tanto los trabajadores como sus familias. Venía gente de Lepe, Isla Cristina, etc. De todos lados. Eso era como un pueblo grande. En la almadraba se trabajaba muy duro, se hacía todo a mano y a pulso… Hasta las anclas se cargaban a mano, no había grúa ni nada de eso. Y para varar los barcos, igual. Todo eso a pulmón entre unos cuantos hombres. Fuera de temporada, venían los carpinteros, que les decíamos la ‘carena’, porque se encargaban de reparar los barcos, de carenar. Entonces, ellos iban preparando los barcos para la nueva temporada”, recuerda José, quien también nos cuenta que más tarde la compañía almadrabera lo trasladó a Tarifa, pero como la situación poco a poco comenzó a mejorar, decidió no ir más.
Además, también influyó el hecho de que se casó, con 26 o 27 años, con Ana Gloria, con quien tuvo 6 hijos: José, Daniel, Cándido (que murió en un accidente con 25 años), María del Mar, Antonia y Ana María.
LA PESCA DE ANTAÑO
La pesca hoy en día es uno de los trabajos más duros que pueden hacerse, pues imagínense hace 60 o 70 años. José y Manuel nos cuentan algo que nos pone la piel de gallina: “Se pescaba mucho con anzuelo, hasta las acedías, y los barcos eran de vela y remos. El día que no había viento, tocaba bogar”.
Las redes también eran otra de las complicaciones. Y es que no eran las de hoy en día. “Eran de algodón, muy débiles, y para endurecerlas, se cogía la cáscara de los pinos, se machacaba, se hervía y eso se echaba encima de la red, para que se almidonara y endureciera. Pero claro, esa capa se le iba en nada y todos los meses había que hacer ésto. De todas formas, las redes duraban poco y habían que remendarlas casi a diario”, apunta nuestro vecino.
Respecto a las jornadas de pesca, solían empezar sobre las 5 de la mañana. A esa hora se ponían en marcha y comenzaban la captura. Después, parte del pescado lo llevaban al Terrón, a la lonja: “Si el cliente quería que le lleváramos el pescado a Lepe, a Lepe que teníamos que llevarlo andando, con el pescado en un carrito. Para hacer ésto, nos íbamos turnando y unas veces lo hacía uno y otras, otro. Cuando dejábamos el pescado en el Terrón, nos comprábamos allí un bocadillo de filete de caballa, un vaso de vino y tras completar el trabajo, al barco otra vez y a bogar de vuelta. Llegabas muy tarde, sobre las doce o una de la noche. Y al dia siguiente, a las 5 de la mañana, otra vez a levantarse”, narran entre Manuel y José.
Por fortuna, a partir de los años 1960, con un repunte económico generalizado en España, los marineros del Rompido mejoraron sus condiciones. Tanto José como Manuel pudieron adquirir barcos con motor, lo que unido a la mejora general de las condiciones sociales, económicas, de infraestructuras, etc., hizo que dejasen atrás los años más duros de sus vidas, que, no obstante, siguieron girando en torno al trabajo, al mundo de la mar, y al objetivo único de sacar adelante a los suyos.
Finalizamos esta entrevista y se nos acercan Juan Hernández Martín, ‘El pescaó’ y Paco Ceferino, ‘Ferino’, a los que les pedimos que digan algunas palabras sobre José. “Es lo más bueno del mundo, muy buena gente. Lo mismo él que toda su familia. Tenía una mujer que era una bendición, muy buena. Es gente muy trabajadora, como la que había en todos los pueblos, donde no te encontrabas a gente ‘gandula’ antes”, dice Juan. Paco, por su parte, resalta de José que “ha sido y es un compañero muy bueno siempre para todo el mundo. Nunca se enfadaba por nada y ha sido siempre una persona muy trabajadora. Su pena es cómo tiene ahora el oído y la vista”. Para finalizar, Manuel también quiere cerrar nuestro encuentro contándonos un talento oculto de José: “Bailando era el mejor. Todas las mujeres querían bailar con él. No paraba de bailar, era incansable. Nos invitaron a la feria de Aracena y las mujeres decían ‘este tío no se cansa de bailar’. Eso le sorprendía a mucha gente en muchas ferias a las que íbamos”.