Ana Arroyo Romero: “Estoy trabajando para conseguir perdonarme por todo el daño que he causado a los que más quiero”

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La historia de Ana, una vida rota y reconstruida a fuerza de amor, coraje y verdad.

Ana tiene 69 años y unos ojos que todavía lloran cuando hablan de sus hijos. Ana nació en Cádiz, es acuario —“muy acuario”, dice con una sonrisa—, y ha sido muchas cosas en la vida: hija de un amor firme, madre temprana, mujer perdida, alma rota. También ha sido superviviente, voluntaria, luchadora. Y hoy, sobre todo, es alguien que se está trabajando el perdón. El suyo. El más difícil.

Dice que su gran cuenta pendiente es con su hija menor, Mari Carmen, que no le habla desde hace 34 años. Ana la entiende pero no deja de soñar con el momento de cerrar esa herida. Nos confiesa con voz suave, “no me hace falta que me llame mamá… pero me gustaría que conociera a la mujer que soy ahora, y sueño con conocer a sus hijos”.

Ana fue una niña despierta y de pronto desarrollo, con doce años ya tenía cuerpo de mujer. Vivía al amparo de sus padres y con siete hermanos. Amor en abundancia. Pero a los 12 años conoció los porros y comenzó a coquetear con las drogas. A los 14 se escapó por primera vez de su casa. Quiso vivir la aventura de sentirse mayor sin serlo. Se enamoró locamente de un joven que consumía drogas. Compartieron tóxicos. A los 18 ya tenía un hijo. A los 21, tres. Amaba a sus hijos pero las adicciones dominaban su vida. Su vida no era suya. Cedió la custodia de sus hijos a sus padres. Ella no se sentía capaz de sacarlos adelante y temió que, si no lo hacía así, la Junta acabaría por arrebatarle a sus hijos. “Dejarlos con mis padres fue una buena decisión. Al menos responsable”. Aun así, no pudo con la culpa. No pudo con la vida.

Me sentía como una mierda”, dice sin eufemismos. Su voz no tiembla, pero se ablanda. A veces se rompe pero no quiere llorar. Es una mujer dura aunque ha descubierto que es mucho más sensible de lo que ella pensaba. Ya hace mucho que vive sin “anestésicos” y eso le ha hecho conocer facetas de sí misma que antes no podía ni imaginar…

Ana sobrevivió en las calles de Marbella, dormía en jardines, sobre cartones, se aseaba en bares, nunca dejó de cuidar su dignidad. Encontró una amiga, una buenísima persona, Mariví, que le compró ropa, zapatos, la dejó ducharse en su vivienda y le facilitó un trabajo de interna en una casa además de muy buenos consejos. Ana volvió a levantarse. Regresó a Cádiz junto a los suyos.

Después cayó de nuevo. Y volvió a levantarse…

Conoció a Eladio a los 32. Se enamoraron en silencio. Él tenía una familia, pero el amor no entiende de planes. El 6 de enero fue a buscarla a Granada y desde entonces —dice Ana— no se ha separado jamás de él. “Mi marido es mi gran persona de referencia y a la que más tengo que agradecer en la vida”.

Ana feliz junto a su marido.

A los 33, Ana se sintió agradecida a la vida por haber puesto a ese hombre en su camino y quiso corresponderle. Tomó una decisión muy valiente y la afrontó sin decir nada a nadie: se encerró sola en casa para dejarlo todo. Cerró la puerta por dentro y le entregó la llave a una vecina con una advertencia: “Si en 10 días no salgo, llama a un ambulancia, a la policía o a la funeraria”. Pasó frío, tiriteras, tomó duchas heladas, se chocó contra las paredes, lloró mucho en soledad, tomó mucho café y zumos. Pasaron los días, y al décimo día salió de casa para decirle a su vecina que lo había conseguido. Había sanado. Tocó la felicidad con sus manos.

Sus padres la conocieron recuperada y feliz. Ellos murieron orgullosos por la recuperación de su hija, que vivía con un hombre que la adoraba, la cuidaba y la respetaba.

Ana y su esposo relajados en la piscina de su hijo.

Pero la vida aún le tenía más pruebas preparadas. Diez años después cayó sin darse cuenta en el juego. Volvían las mentiras, el dolor. La ludopatía llamó a su puerta para recordarle que no estaba libre de nada por mucho tiempo que llevara alejada de las adicciones. No lo quería reconocer. No quería volver a decepcionar a Eladio, que siempre había creído y confiado en ella. Ante la evidencia, tuvo que reconocer su nueva adicción y su marido le retiró su confianza. Le dio un ultimátum. Ella eligió salvarse. Por él. Por ella. Por sus hijos. Por su historia. Por un futuro.

Y entonces ARO le abrió las puertas de par en par, la asociación que, como ella dice, “me ha curado hasta los celos”. Allí encontró guía, cariño, familia. Ana dice que ARO la reconstruyó por dentro. Y que desde hace 13 años vive limpia, en paz, y con verdad.

Ahora sí es dueña de su vida y vive en libertad. Hace voluntariado en todo lo que puede. Ha estado colaborando en todos los sitios que la han requerido, pero un ictus la obligó a bajar el nivel de ansiedad. Renunció a colaborar con la asociación Resurrección, que era lo que más sufrimiento le provocaba. Allí hacía propio todo el dolor que veía y llegaba a casa con mucha angustia. “Yo quería ayudar a todo el mundo, pero no puedes ayudar a nadie si no te ayudas a tí misma”.

El matrimonio con la burrita en la procesión del Carmen.

Ana es una apasionada de la lectura. Lee historia, biografías de gente de a pie. Le gustan las historias de vikingos, de la Segunda Guerra Mundial, las sopas de letras. Adora comer huevos fritos con papas o unas buenas lentejas. Se emociona hablando de sus nietos. Tiene ocho. A dos no los conoce pero no les pierde la pista, de vez en cuando accede a fotos de ellos y sueña con que la vida algún día le regale el contacto con su hija y sus nietos. Afirma que no contacta con ellos porque no quiere complicar más las cosas a su hija. “Los niños se han criado sin su abuela y tal vez ni sepan de mi existencia. ¿Cómo les va a decir ahora que tienen otra abuela? No es fácil. Yo lo entiendo…

Ana con sus nietas María y Ana, dispuestas para salir en procesión con la Borriquita. Foto del año pasado.

Sus dos hijos mayores han logrado perdonarla. Han entendido su vida. Hablan de todo. Siempre con la verdad. Pero con Mari Carmen la herida sigue abierta, al igual que la esperanza.

Cuando le preguntas si se ha perdonado a sí misma, sus ojos brillan con tristeza y su mirada se va lejos. “Todavía no del todo… Pero estoy trabajando en ello”. Y uno entiende, en ese momento, que el perdón no es un acto, es un camino. Que hay madres que aprenden a serlo tarde, pero que nunca dejaron de sentir. Y que hay historias tan crudas, tan desgarradas, tan honestas, que lo único que pueden despertar es ternura y admiración.

Ana no quiere aplausos, pero aquí lleva uno, el mío, el que me nace sin más remedio tras esas tres horas de conversación. Gracias por regalarme tu historia. Lástima no disponer de espacio y tiempo para redactar capítulo a capítulo todos los episodios de tu vida. Tu biografía sería un libro de cabecera que nunca echaría al olvido y al que recurriría cada vez que me sintiera desgraciada. GRACIAS ANA.

Y si alguien llora al leer esto, que no llore solo por su dolor. Que llore también por su fuerza. Porque Ana, con cada palabra que pronuncia, abre un camino. Un camino de esperanza.

Nuestro patrocinador habla sobre nuestra MUJER PUNTERA: 

Diego López: «Ana es el ejemplo de que siempre es posible reconstruirse. Su historia nos conmueve y nos recuerda el valor del perdón, la familia y la fuerza interior. Desde Bogo, nos enorgullece apoyar relatos que inspiran y transforman«.

 

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