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Juan Pomares Ortega, marinero puntaumbrieño ya jubilado, rememora una vida marcada por la dureza de la mar. Tres naufragios, arrestos en Marruecos y Portugal, malas condiciones a bordo y largos meses lejos de su familia componen una historia de esfuerzo y sacrificio de una generación que vivió la pesca como un destino inevitable, más que como una elección laboral. Eran otros tiempos.
Por: J.L. Galloso.
Juan Pomares Ortega es uno de los muchos puntaumbrieños que se dejaron buena parte de su vida en la mar, con su dureza, su silencio, sus largas noches, jornadas interminables y sus eternos turnos sin pisar tierra. Hoy, ya jubilado, se afana por disfrutar de la familia, los amigos y la cocina, una de sus pasiones. Pero no olvida todo lo que ha vivido en las aguas del Atlántico. Su historia es la de un marinero de los de antes, forjado en la necesidad y guiado por la tradición familiar.
“Mi primer trabajo fue en la panadería de Campos, repartiendo el pan con caballos por el pueblo. Las calles de Punta Umbría eran de arena, otros tiempos.Tenía 14 o 15 años, y lo que quería era empezar a ganar algún dinerillo”, cuenta Juan. Recuerda con cariño aquella etapa en la que repartía el pan en burro por las calles del pueblo, “Iba con Paco a la cuadra y de allí salíamos a repartir a los bares. Aquel trabajo me enseñó lo que era madrugar, lo que era esfuerzo y las responsabilidades”.
Pero su destino estaba marcado por la mar. En 1973, con apenas 17 años, embarcó por primera vez en el Comar II, uno de los barcos de su padre. “El 23 de noviembre del 73, ese fue mi primer embarque. Mi padre, Sebastián Pomares García, vino de Almería en patera durante la guerra. Se asentó en Punta del Moral y luego en Punta Umbría. Aquí nacimos los ocho hermanos. Muchos acabamos en la mar, porque en aquella época no había muchas opciones. O ibas a la mar o a la albañilería”.
La mar no era solo un trabajo. En muchas familias, como la suya, era una forma de vida. “Íbamos tres o cuatro hermanos en el mismo barco. Siempre había que tirar de alguno de nosotros para completar la tripulación. Mi padre nunca nos quitó las ganas. Él quería que siguiéramos sus pasos. Nunca nos forzó, pero cuando el barco necesitaba manos, tiraba de los hijos”, relata Juan.
Cubanito, Mari Pili o Comar II fueron algunas de las embarcaciones que su padre tuvo en propiedad. “Mi padre estuvo llevando barcos de otros armadores, hasta que compró el suyo propio. Después tuvo varios, porque le gustaba mucho el trajín de comprarlos y venderlos. Yo coincidí con mi padre en el Comar II durante dos años, antes de que se jubilara”, rememora recordando el carácter emprendedor de su padre.
Mientras trabajaba, Juan no dejaba de aprender. “Me saqué el título de patrón de segundo litoral mientras faenaba. Me llevaba los libros al barco y, cuando venía de la mar, iba a clase. Más adelante, cuando vi que los barcos eran ya más grandes y que mi título no me valía, así que me fui a la Escuela Náutica”. En un año logró sacar el patrón de primera clase de pesca, el patrón de cabotaje y el título de mecánico naval. “Fue un año duro, pero mereció la pena. Tenía claro que si quería seguir, tenía que prepararme”.
La vida en la mar, sin embargo, estaba llena de sacrificios e incomodidades. “No tengo buenos recuerdos del tiempo de la pesca. Fue duro, durísimo. Los barcos eran chicos, malos, sin condiciones buenas de vida. Comíamos pan con verdín de la nevera, las carnes se llenaban de moho, el agua la sacábamos de un tanque y teníamos que esperar a que se posara el óxido”. Juan recuerda que dormían seis personas en un camarote, sin duchas y la higiene de los marineros era poca. “Pasábamos frío y la humedad te calaba los huesos. Y, por supuesto, estabas lejos de casa y de la familia. Eso era lo más duro”.
A lo largo de su vida en la mar como patrón, Juan vivió tres naufragios, experiencias que marcaron para siempre su relación con el mar. “El primero fue en el Azorín, en la costa portuguesa. Se prendió fuego el barco, empezó en la máquina y aquello fue imposible de apagar. Gastamos todas las bengalas, no paraba nadie. Al final un barco de pesca, el Princesa Cristina, de Isla Cristina, nos recogió. Era de noche, sobre las doce, y estábamos a unas treinta millas de la costa. Éramos ocho a bordo. Nos metimos todos en una barca de doce plazas… hubo momentos de miedo, claro. La barca se iba llenando de agua, la gente lloraba, rezaba. Yo pensé en mis hijos”.
El segundo naufragio fue en el José Ricardo, esta vez por una vía de agua frente a las costas de Marruecos. “Los barcos eran de madera y estaban podridos. Aquello era muy común. Se iban muchos barcos al fondo. A veces por mala suerte, otras por negligencia. Era jugártela cada vez que salías”.
Juan también recuerda los arrestos en aguas marroquíes y portuguesas. “Tres veces en Marruecos y otras tres en Portugal”. Tiempos difíciles en los que eran frecuentes caer preso por la guardia costera del país africano, a veces sin haber traspasado la línea que marcaba el espacio permitido para faenar. “En Marruecos, nos dejaban incomunicados, no nos dejaban llamar por teléfono y nos tenían allí como si fuéramos delincuentes. Y lo único que hacíamos era trabajar. A veces nos apresaban sin razón”.
Todo esto fue dejando huella. “Mis hijos me veían una vez al mes. A veces ni me reconocían. Cuando entraba en casa, me decían: ‘¿tú quién eres?’ Eso duele. Mucho. Yo a mi hijo le dije que no fuera a la mar, nunca. Y lo mantengo”.
Cuando el acuerdo con Marruecos se rompió, todo cambió. “Fue un golpe para el sector. Muchas empresas desaparecieron. Quien podía, pedía el desguace del barco. Punta Umbría se quedó sin flota pescando en aquellas aguas. Participé en el corte de la barra de Huelva y nos llevaron al calabozo una noche por bloquear el tráfico marítimo”. Fueron años de mucho conflicto y un momento de mucha impotencia para los marineros y los armadores. “Veíamos cómo se desmontaba todo”.
Ese fue el punto de inflexión. Juan decidió dejar la pesca activa y buscó otro rumbo. “Estuve un tiempo en los barcos que faenaban en la costa, pero a la vez eché el currículum para trabajar en la empresa que gestiona las patrulleras de la Junta de Andalucía y me llamaron. Al principio me mandaron a Cádiz como patrón, vivía y comía en la patrullera. Luego ya me vine a Huelva. Fue otra vida. Tenía mis derechos, mis vacaciones, mis días libres. Eso era nuevo para mí. Era como volver a empezar, pero en tierra”. Hoy, ya jubilado, Juan ha encontrado otra pasión, que también está, de alguna manera, ligada al mar: la cocina tradicional. “Al jubilarme dije ¿y ahora qué hago yo? Pues me metí en la cocina. Empecé poquito a poco y ahora soy yo el que lleva la cocina en casa. Mi mujer ya no entra”, bromea entre risas. “Me gustan los guisos marineros«.
Hoy, por ejemplo, he hecho hueso de rape con papas. Con algunos amigos y familiares, participó hasta hace poco en un grupo de apasionados de la cocina. “Nos hacíamos llamar ‘Los Mojarras‘ y nos juntábamos para cocinar y echar el rato. Comíamos, rajábamos y nos reíamos”, comenta entre carcajadas.
Padre de tres hijos y abuelo de tres nietos, Juan se emociona al recordar a su familia y su legado. “La mar me ha quitado mucho, pero me enseñó lo que es la vida. Me robó momentos con mis hijos, con mi mujer. Y eso ya no vuelve”.
Sobre el presente y futuro del sector, es claro. “La pesca tiene futuro complicado. El sector nunca ha sabido cuidar sus recursos y pensar en el día de mañana. Se ha abusado del caladero. Ahora hay mucho más control y el sector pesquero tiene mucha presión”.
Y mientras lo dice, Juan remueve su olla, saltea cebolla, o piensa en el próximo plato que preparará. Porque a pesar de todo, la mar sigue en su cocina, en su memoria, en sus guisos, en sus historias.
“No somos como el agricultor, que siembra y ve crecer su cosecha. Nosotros lo sacábamos todo del mar. Hasta el agua salada nos traíamos. Pero el mar, al final, siempre te pasa factura”.
Y Juan lo sabe bien. Porque su vida está marcada por la mar.