Don Cristóbal Gangoso Aragón, el psicólogo que prefirió el barro al brillo de la cátedra

El hombre que hizo de su libertad un refugio para los que perdieron el rumbo…

Por: Ana Hermida.

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Llevaba años escuchando hablar de él. De su entrega, de su capacidad de liderazgo, de su mente brillante, de sus métodos eficaces. De su sensibilidad desbordante. De que sus palabras calaban muy hondo.

Escuché incluso que era un hombre «milagroso, mágico«. También me dijeron que podía llegar a ser duro en ocasiones, pero que en el fondo -y en las formas- era pura compasión. Que cuando lo conociera, entendería el porqué de tanta admiración a su persona.

Y llegó el momento del encuentro

Cuando por fin lo tuve delante, comprendí que todo lo que había escuchado era cierto. No lo sobrevaloraban. En absoluto. Necesité pocos minutos para darme cuenta…

Tuve el honor de ser recibida en su casa, un espacio que me ofrecería, según sus propias palabras, “la tranquilidad necesaria para una conversación sin prisas, sin interrupciones y sin distracciones”.

Al entrar en su salón, lo primero que me llamó la atención fueron dos teclados, ubicados cada uno contra una pared diferente, como si guardaran los extremos de aquel lugar lleno de luz. Al levantar la mirada, descubrí una estancia amplia de distribución clásica: un sofá, dos sillones y una gran mesa completamente cubierta de carpetas y papeles, ordenados en bloques que hablaban de método y dedicación. Me costó hacerme un hueco para colocar mi ordenador. Y ya entonces supe que estaba a punto de entrevistar a alguien realmente especial.

Con esa delicadeza suya tan natural, me invitó con un gesto de su mano a sentarme en el sillón que quedaba justo frente a él. Y después, como quien ya tiene todo en orden, se acomodó en el sofá, como a unos tres metros de mí, con una sonrisa tímida y expectante. Su intuición le advirtió que la conversación sería larga e intensa.

Cuando comenzó a hablar, me dije “tierra trágame, no escucho nada”. Me levanté con pudor pero decidida y me acomodé en el otro extremo de su sofá, en un formato que recordaba -salvando las distancias- a una entrevista de Risto Mejide, pero sin gafas oscuras ni frases lapidarias. Saqué un micrófono de mi bolso y se lo coloqué en la solapa tratando de invadir mínimamente su espacio. Noté que llevar el micro no le hacía ninguna gracia. Encontré un hombre tímido y con pocas ganas de mostrar su valía. Su historia, simple y humildemente contada, ya conmueve. No necesita más…

Estuvimos tres horas y media conversando, y aún nos quedó mucho por hablar.

Tres carreras y una vocación

Don Cristóbal nació en 1937 en la provincia de Zamora. “Cuando callaron las sirenas, mi familia se trasladó a Salamanca”, dice, en alusión a aquellas alarmas que durante la Guerra Civil marcaban la amenaza constante.

Creció en un colegio de curas y pronto entró en la Universidad Pontificia de Salamanca, donde estudió Filosofía, algo que no fue un paso menor en su vida. Estos estudios le reafirmaron en su mirada crítica, inconformista y profundamente humana. Aprendió a cuestionar lo establecido, a buscar siempre el sentido último de las cosas, y a no conformarse con lo aparente. La Filosofía le enseñó a pensar con profundidad, a escuchar con respeto y a entender el verdadero sentido de la libertad. De ahí nació también su forma de estar con los demás: presente, atento y sin juzgar. Comprendió que el sufrimiento no siempre se cura con pastillas y que hay dolores que piden compañía más que diagnóstico. Supo que acompañar a alguien que ha tocado fondo no es una técnica, sino más bien una postura vital.

Tras filosofía estudió Psicología, doctorándose en Psicología Clínica. Y mucho más tarde, con más de 50 años, y con su vida familiar y profesional avanzada, terminó Medicina. “Tenía que cerrar el círculo”, afirma divertido.

De Salamanca a Huelva

En 1972, Don Cristóbal, con su doctorado bajo el brazo, llegaba a Huelva. No había terminado Medicina. Le quedaban dos años. Aterrizaba aquí acompañado de Lourdes, su amiga, su pareja, su alumna, su esposa, su compañera de vida. Vinieron de la mano de una atractiva oferta laboral en un hospital psiquiátrico de nueva creación, un servicio que dependía de la Diputación Provincial de Huelva.

Don Cristóbal y su esposa comenzaron a trabajar allí, pero no tardó mucho en descubrir que era contrario a los métodos empleados con los pacientes: sobremedicación, electroshocks, tratamientos que anulaban más que ayudaban… “Los protocolos de actuación de aquellos entonces con los pacientes me herían profundamente”, recuerda con tristeza. Y no se calló.

Su extrema empatía con los que lo pasan mal lo ha mantenido siempre en una permanente lucha. Y es precisamente su empatía la que le nutre de esa energía inagotable que luce desde que se levanta hasta que se pone el sol.

Cómo nace una vocación

Llega un momento en el que Don Cristóbal comienza a convertirse en un personaje incómodo para la dirección del hospital. Y no por falta de entrega, sino por atreverse a cuestionar los métodos y a “levantar la voz” para proteger a sus pacientes.

Recuerda bien el momento en el que el hospital le encomendó una tarea tan ardua como reveladora: elaborar informes detallados sobre la situación clínica de cada paciente. Se entregó a ello con rigor. Y fue entonces, entre datos, historiales y observaciones, cuando comenzó a identificar un patrón que se repetía con inquietante frecuencia. Un grupo de pacientes ingresaba y recibía el alta una y otra vez, sin mostrar un trastorno mental grave. Lo que arrastraban, en realidad, era un problema de consumo de tóxicos. Lo vio claro. Y propuso a la dirección del hospital abrir una línea de trabajo independiente, una atención específica para personas con problemas de adicción. Una propuesta que cambiaría muchas vidas. También la suya. De esto hace más de sesenta años…

El primer grupo de terapias comenzó a reunirse varias tardes en semana en un local sencillo, cedido de forma desinteresada. No tenía estructura, pero sí algo mucho más valioso: tenía alma. Allí, los primeros pacientes que mejoraban no tardaban en tender la mano a los que iban llegando, creando una cadena silenciosa de apoyo mutuo. Un movimiento social liderado altruistamente por nuestro protagonista.

Con una metodología cimentada en la empatía, la firmeza y un compromiso absoluto, el grupo fue creciendo exponencialmente… y el compromiso también. Había nacido una vocación verdadera. Y a partir de ahí, ya no hubo marcha atrás.

Renuncias en el camino
Justo cuando empezaba a caminar con paso firme junto a su primer grupo de pacientes con adicciones, le llegó una propuesta difícil de ignorar: una oferta académica de la Universidad de Granada tremendamente tentadora. Le entusiasmaba la idea, y aceptó, con el respaldo de la Diputación, compatibilizar aquella nueva responsabilidad con su trabajo en el hospital psiquiátrico de Huelva. Durante un tiempo, logró sostenerlo todo: las terapias con sus pacientes con adicciones, sus funciones en el psiquiátrico y las clases durante un día y medio a la semana en Granada. A eso se sumaba su nueva paternidad: ya había nacido Daniel, su primer hijo, al que apenas podía dedicarle tiempo.
La sobrecarga, el estrés y el desgaste emocional no tardaron en pasarle factura. Entendió que no podía con todo si quería hacer las cosas con diligencia. Llegó el momento de elegir. Tenía que renunciar a algo con todo el dolor de su corazón. Entre el prestigio de una carrera académica prometedora en Granada y la entrega silenciosa y altruista a quienes más lo necesitaban en Huelva, eligió lo segundo. Quedarse. Decidió no abandonar al pequeño grupo que acababa de crear en Huelva, a esas personas que habían empezado a confiar en él para rehacerse. Porque aquello -lo supo con certeza- era el principio de algo profundo, transformador y auténtico. Era el nacimiento de ARO (Alcohólicos Rehabilitados Onubenses).

Tan profundo era el compromiso que Don Cristóbal había adquirido con sus pacientes, que la vida, en más de una ocasión, lo puso en la tesitura de tener que enfrentarse a decisiones imposibles. Recuerda con tristeza el día en que Lourdes, su esposa, ya en la recta final del embarazo de su hija Laura -la segunda del matrimonio, tras Daniel-, lo llamó para decirle que estaba sintiendo las primeras contracciones. Le avisó de que el parto se había iniciado, pero él, consciente de que sus pacientes lo esperaban como quien espera aire para respirar, y confiando en que aún tenía algo de margen -como ocurrió en el nacimiento de su primer hijo-, decidió no anular la reunión prevista. “Hice la reunión más corta”, admite, con esa mezcla de honestidad y pesar que no necesita adornos. Pero no llegó a tiempo. Hay cosas que no se olvidan. Y esta, confiesa, se quedó flotando en su alma como un rumor que no hace ruido, pero nunca se apaga.

El Doctor Gangoso Aragón durante la entrevista. Foto: Ana Hermida

Pero ¿Cómo es él?

Don Tomás Cristóbal Gangoso Aragón tiene hoy 87 años y una manera muy peculiar de estar en el mundo: habla bajito y despacio, como si sus palabras no necesitaran volumen para llegar al fondo del alma de quien lo escucha. Te obliga con su baja voz -y sin pretenderlo- a acercarte a él, y cuando lo haces, ya no puedes apartarte. Es puro magnetismo. Su presencia te atrae con fuerza.

Le define un lenguaje gestual cargado de matices, de esos que dicen mucho sin necesidad de alzar la voz. Domina los silencios con la misma precisión que las palabras, y en su rostro siempre asoma una sonrisa expresiva, cómplice, que se alía con un sentido del humor sutil, una serenidad que envuelve y una inteligencia pausada, que escucha antes de decir.

Su forma de comunicarse es serena, sin urgencias, pero llena de matices y cambios de ritmo que mantienen viva la atención. Es, sencillamente, un comunicador extraordinario. Para él, hablar es un acto de responsabilidad, y tal vez por eso, cada palabra que pronuncia -y cada silencio que guarda- nace de la reflexión. Cuando finalmente su mensaje ve la luz, sus palabras quedan resonando dentro, como esas verdades que llegan sin hacer mucho ruido pero que jamás se olvidan.

Cristóbal mantiene una vida saludable y se encuentra en muy buena forma. Mantiene sus rutinas diarias de ejercicio suave y de vez en cuando se permite el caprichito de acompañar la comida con una copa de vino o una cerveza. Tiene debilidad por los sabores intensos, incluso los picantes. “Y también sé acercarme al marisco”, bromea, dejando entrever ese humor sutil que nunca le abandona.

Su única medicación es un Hidroferol al mes (como el 80% de los españoles mayores de 50) y un anticoagulante. No arrastra ni colesterol, ni diabetes, ni problemas de tiroides, y lo cuenta con la naturalidad de quien no se da importancia. Eso sí, se le ve en buena disposición para recibir los males cuando le tengan que llegar, “aún soy joven para esas cosas, cuando me haga mayor, ya vendrán los achaques” dice entre risas.

Uno de los libros que más ha marcado su vida llegó a sus manos cuando apenas tenía diez años: Las campanas tocan solas. Con él aprendió a escuchar lo que no siempre suena. Quizá por eso, la música que más le conmueve hoy es la que no está escrita. La que nace improvisada, libre, en las teclas de alguno de sus pianos. A menudo, en las tardes tranquilas, se sienta y deja que sus dedos digan lo que las palabras no alcanzan.

Cuando le pregunto por su manera de afrontar el futuro, no duda: “Cada mañana renuevo mis ilusiones. Cada día es una nueva aventura”.
Pero también hay algo que le inquieta profundamente, y es abrir su agenda y encontrar un nombre tachado. Cada jornada empieza con ese temor callado. Teme que algo haya podido ocurrir a quienes, un día, confiaron en él para salir del abismo.

Don Cristóbal es un hombre profundamente sensible y empático. Tiene la lágrima fácil -“a veces incluso inoportuna”, confiesa con humor- y una capacidad extraordinaria para ponerse en la piel del otro. Pero esa sensibilidad convive con una firmeza serena, con ideas claras y una habilidad poco común para marcar límites sin herir. La sonrisa le brota con naturalidad, pero la carcajada la guarda para ocasiones contadas: solo los niños pequeños, con su desparpajo imprevisible, logran tocarle la cuerda exacta que le hace estallar en risas. Le conmueve profundamente la nobleza de quienes, como él dice, “saben sufrir y aguantar el tirón”.

Valora la honestidad por encima de todo, le duele la mentira y le indigna la injusticia. Lucha por abolir las etiquetas, porque está convencido de que todos necesitamos movernos en espacios limpios y sin prejuicios, donde la dignidad no tenga que defenderse en cada momento.

Sobre las adicciones

El Doctor Cristóbal Gangoso Aragón sabe bien que la adicción no llega tras una decisión consciente. Es un proceso lento, silencioso y devastador: “La adicción no aparece de la noche a la mañana. Se va instalando despacito, sin apenas hacer ruido… Cuando te das cuenta, ya te ha robado la libertad y casi la vida” explica…

Es de la opinión de que «el catálogo de las adicciones no está cerrado puesto que todo lo que provoca placer es susceptible de provocar una adicción«.

También afirma que, «aunque nadie está completamente a salvo de una adicción, hay perfiles más propensos«. Lo explica sin tecnicismos, con esa forma de decir que informa y acaricia al mismo tiempo.

Así, “las personas con baja autoestima tienen más papeletas”, afirma. “Quienes no se sienten suficientes buscan fuera lo que no encuentran dentro, y a veces se agarran a lo primero que les concede una sensación de alivio o pertenencia.”

También identifica como propensas a las personas altamente sensibles, aquellas que lo sienten todo “demasiado”.

Habla de quienes no saben gestionar la frustración. “Si alguien no ha aprendido a tolerar el NO, la espera o el error, es fácil que acabe buscando salidas rápidas… Y las adicciones ofrecen ese alivio inmediato, aunque sea pan para hoy y hambre voraz para mañana”.

Añade otro perfil que ha visto muchas veces: personas que crecieron con carencias afectivas. “Quienes no recibieron afecto estable, límites sanos o palabras que arropan, pueden acabar buscando un refugio donde no lo hay”.

Por último, señala algo que no siempre se quiere mirar: el entorno familiar. “Cuando en casa ya hubo adicciones, hay algo que se hereda y no siempre es la genética. A veces es el modo de afrontar la vida, o la ausencia de herramientas para hacerlo”.

Pero no lo dice para etiquetar a nadie, sino más bien todo lo contrario. “Hay que nombrar las heridas si queremos curarlas. No para juzgar, sino para saber por dónde empezar a trabajar”.

La motivación que hay detrás de una conducta adictiva no es siempre la misma; va mutando con el tiempo. “Generalmente, todo consumo de tóxicos empieza con el deseo de sentirse bien… pero a medida que la adicción avanza, ya no se consume para estar mejor, sino para dejar de estar tan mal”, explica Don Cristóbal con la claridad de quien ha visto ese proceso demasiadas veces.

Cree que la sociedad aún mira a las personas con adicciones con dureza, y esa estigmatización -lejos de ayudar- dificulta la rehabilitación, por lo que nos invita a tender la mano a quienes buscan recuperar la libertad.

La libertad como principio y como reto

La libertad mal entendida abre la puerta a muchas adicciones. La libertad bien construida es el mejor antídoto. Donde hay adicción, la libertad está secuestrada. Recuperarla es mucho más que dejar de consumir: es volver a elegir”, explica nuestro protagonista con la mirada perdida…

Don Cristóbal es, ante todo, un defensor de la libertad. Siempre ha huido de todo lo que le hiciera sentir encorsetado. Hasta la ropa ajustada al cuerpo le incomoda. Ha luchado por una libertad auténtica, con sentido, con límites, con propósito, con responsabilidad. Su concepto de libertad se fraguó a fuego lento, como todo lo esencial, en el seno del hogar.

Para él, ser libre no es hacer lo que uno quiera, sino saber cuándo decir “NO”, incluso cuando el grupo presiona, incluso cuando la soledad asusta. Es tener un código personal con argumentos renovados y mantenerse fiel a él, aunque cueste. Una libertad que se construye poco a poco, y que -como tantas cosas importantes- empieza a definirse dentro de las esquinitas de casa.

La prevención de las adicciones empieza en casa

Según Don Cristóbal -ese gran maestro del que aún tenemos mucho que aprender-, la lucha contra las adicciones no empieza en las consultas ni en las terapias: empieza en casa. El hogar, insiste, “debe ser una auténtica escuela de salud emocional, donde se construyan los pilares que harán a los hijos menos vulnerables”.

Para prevenir las adicciones en nuestros hijos, Cristóbal insiste en que no basta con prohibir o vigilar: hay que educar. Y para ello, propone cuatro pilares fundamentales. El primero, enseñarles a ser personas asertivas, capaces de expresar lo que piensan y sienten sin miedo, y de decir “no” cuando algo va contra su bienestar o sus valores. En segundo lugar, fortalecer su autoestima, para que aprendan a valorarse, respetarse y confiar en sí mismos, incluso cuando el entorno sea adverso. También considera esencial desarrollar lo que él denomina “defensividad reforzada”, es decir, la capacidad de revisar y adaptar el propio código personal ante los cambios de la vida, porque -como bien señala- “los viejos argumentos quizá ya quedaron obsoletos; hay que aprender a pensar por uno mismo”. Y por último, pero no menos importante, ayudarles a comprender qué significa realmente ser libres: enseñarles a disfrutar de sus ventajas, sí, pero también enseñarles a asumir con madurez la gran responsabilidad que implica ejercer la libertad con conciencia y propósito.

El Doctor Gangoso Aragón no ha buscado nunca el reconocimiento. Ha preferido siempre la entrega callada al aplauso, la mirada compasiva al discurso ruidoso, el acompañamiento silencioso a las grandes proclamas.

Los verdaderos héroes no necesitan hacer ruido para salvar vidas. Y él ha salvado muchas. Con voz bajita, sin estridencias, con la libertad como bandera y la empatía como brújula.

Hay personas cuya sola presencia embellece nuestro mundo. Lo hacen más habitable, más humano, más lleno de luz. Don Cristóbal es, sin duda, una de ellas.

Y quienes hemos tenido el privilegio de escucharlo de cerca, solo podemos decir: GRACIAS. GRACIAS POR ESTAR. GRACIAS POR SER. GRACIAS POR TANTO.

 

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