Juan Pereira: fuerza, ingenio y determinación como bandera

El moguereño Juan Manuel Pereira es la prueba de que la vida puede arrebatarte mucho y, aun así, no quitarte las ganas de bailar. Con un brazo menos y cicatrices que parecen capítulos de un libro imposible, ha aprendido a reírse de lo malo, a explicar con humor lo inexplicable y a seguir adelante con alegría y sin rencores. Su mayor orgullo son sus hijos; su mayor refugio, Mari Carmen. Para este hombre tan particular, los problemas caben en una mochila… y la suya, dice riendo, “tiene un agujero por donde se van cayendo”.

Por: Ana Hermida

Tras varios intentos, por fin logramos hacer coincidir nuestras agendas. Nos citamos en el complejo hostelero Nazaret, en su querido Moguer. Llegó —para mi sorpresa— conduciendo un Toyota. Nunca imaginé que, faltando un brazo, eso fuera posible. “Me llamo Juan Manuel Pereira Sánchez, nací en Moguer, en la cama de mis padres, el 2 de septiembre de 1969. Tengo 56 años”, se presentó, algo inquieto y expectante ante una entrevista cuyo rumbo desconocía. Le invité a hablarme de su infancia.

Juan Pereira en un instante de la entrevista.

Mirando hacia arriba, con una sonrisa serena, me asegura que tuvo “una infancia feliz”, aunque reconoce con aire pícaro que fue un niño “muy travieso, muy curioso y con un desprecio absoluto al peligro”. Se sentía inmortal: lo mismo trepaba una tapia que se colaba en un pozo, sin ver el riesgo en ninguna parte. Creció en el seno de una familia humilde y trabajadora. Su madre, María Dolores, era costurera; su padre, Juan, empleado en una empresa del Polo Químico. Aunque no nadaban en la abundancia, en casa nunca faltó lo esencial: comida, ropa y, sobre todo, cariño. Su hermana, María Teresa, tres años mayor, y él se criaron en un ambiente familiar muy bueno. Cuando Juan apenas tenía ocho meses, la familia dejó la casa en la que nació para trasladarse a la calle Profesor Rodríguez Casado, donde él sigue viviendo, en el mismo hogar que conserva las huellas de toda una vida.

Con siete años, la vida le puso una zancadilla… o, mejor dicho, fue él quien buscó el palo con el que tropezar. Jugando, quedó atrapado por una gran puerta automática de una fábrica que le oprimió el pecho hasta hacerle perder el conocimiento. Lo reanimaron de inmediato y pasó una semana ingresado en el hospital. Aún recuerda la enorme marca vertical que le cruzó el torso durante días, como una cicatriz de advertencia. “Un comodín gastado demasiado pronto”, dice con media sonrisa. Aquel susto, sin embargo, quedaría con el tiempo en una simple anécdota frente a lo que estaba por venir.

Mi vida cambió para siempre el 21 de febrero de 1979. Tenía nueve años”, recuerda. Aquel día lloviznaba y, en uno de esos impulsos de niño inquieto, un paraguas roto en el suelo le sugirió una ocurrencia: arrancarle la tela, subir a un poste de la luz junto a su casa y agitarla como si fuera un pañuelo para saludar a una avioneta que pasaba. La mala suerte —y la física— hicieron el resto: el trapo húmedo condujo la electricidad, saltó un arco eléctrico, le atravesó de brazo a brazo y siguió por las piernas. La descarga lo lanzó al vacío. Cayó de cabeza desde unos nueve metros sobre el hormigón.

Quedó inconsciente. Su primo Juan José, que estaba con él, corrió a avisar a la familia. Su padre, recién llegado del trabajo, lo llevó primero al centro de salud de Moguer y, con la ayuda de un vecino que pasaba en coche —el cantautor moguereño Rafael Moreno—, directo al hospital de Huelva.

El diagnóstico fue devastador: un gravísimo derrame cerebral y quemaduras extensas. “Mi segunda vida estaba en juego”, admite en sorprendente clave de humor. Lo operaron de urgencia y, tras las primeras intervenciones, lo trasladaron al Hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Pasó tres meses en la UCI y otros seis en la planta de grandes quemados. El brazo derecho, completamente calcinado, tuvo que ser amputado. También sufrió lesiones gravísimas en las piernas y en el brazo izquierdo, donde los médicos realizaron múltiples injertos de piel extraída de la pierna derecha. “Fueron procesos muy dolorosos”, recuerda. Y jamás olvidará el instante en que abrió los ojos tras salir del coma en la UCI: “Me desperté y lo primero que vi fue que me faltaba el brazo. Mi madre fue quien me explicó lo que me había ocurrido. Yo no recordaba nada; la mente sabe los recuerdos que debe borrar”.

Para su familia, el accidente y todo lo que vino después fue un auténtico calvario. Su madre tuvo que alquilar una habitación cerca del hospital para poder descansar algo entre visitas. Juan recuerda con nitidez el aislamiento: “Estuve en una especie de urna, detrás de una cristalera, y solo podía hablar con mis visitas a través de un telefonillo, para evitar infecciones”. Tras nueve meses entre la UCI y la planta, llegó el alta y, con ella, el regreso a Moguer. Por fin en casa, aunque aquel verano lo pasó entre viajes interminables a Sevilla para las curas: trayectos en autobús desde Huelva, horas de espera y el dolor renovado en cada sesión. Al final, todo cicatrizó bien. Las secuelas se redujeron a la amputación y las quemaduras. “Nunca he tenido problemas de memoria ni dolores de cabeza derivados del accidente. Mi vida siguió…”, dice con una naturalidad desconcertante, como quien comenta que le ha picado una avispa mientras paseaba por el campo.

Tras la amputación llegó la convivencia con el llamado “síndrome del miembro fantasma”, esa extraña ilusión de que el brazo amputado sigue ahí. Durante años sintió que podía mover la mano ausente. Si extendía el brazo izquierdo, su cerebro “emparejaba” el gesto y lo reproducía mentalmente en el derecho, dándole la sensación de tener ambos brazos extendidos en paralelo. “Lo que nunca conseguía mi mente era abrir una mano y cerrar la otra por separado: mi cerebro ordenaba el mismo movimiento a ambas a la vez, aunque evidentemente el movimiento solo era real en una; la otra no estaba.”
El muñón, poco más abajo del hombro, conserva sensibilidad y buena movilidad. Los nervios que no quedaron destruidos fueron anudados y recogidos bajo la axila, pensando en un futuro con prótesis que permitieran recuperar cierta funcionalidad. Cuatro décadas después, esa opción aún no ha llegado. A veces, cuando tose, siente una descarga eléctrica en la zona donde se anudan las terminaciones nerviosas, como si el impulso aún buscara recorrer el brazo que ya no está.

Asumió las secuelas con una madurez sorprendente para un niño. No se detuvo a imaginar una vida limitada: aceptó que le faltaba un brazo y que tendría que aprender a hacerlo todo de otra manera. Y lo hizo tirando de ingenio. En casa percibía la pena y la sobreprotección, pero pronto pidió margen para valerse por sí mismo. “Primero pensaba cómo resolver cada tarea con una sola mano y, cuando lo tenía claro, la ejecutaba.” La Junta lo derivó a terapia psicológica, aunque aquellas sesiones le supieron a nada. “Me mandaban fichas de ejercicios y dibujos que poco tenían que ver con la montaña que yo debía escalar.” Las abandonó y decidió enfrentarse solo a sus propias limitaciones.

El apoyo más importante le llegó de una monja de clausura que estaba en Moguer, la hermana Ángeles, que pidió conocer a aquel niño del que todos hablaban. Fue ella quien propuso que se escolarizara en un entorno donde conviviera con otros chicos con discapacidad. Y así, con apenas diez años, Juan hizo las maletas y se fue interno al centro de la Orden de San Juan de Dios en Alcalá de Guadaíra. Allí convivían unos seiscientos chicos de edades muy distintas. En aquel centro se cursaban EGB, Bachillerato y FP, y la vida se aprendía entre rezos, bromas pesadas y amistades forjadas a fuego lento.

No sufrió abusos, aunque sí tuvo que lidiar con las inevitables bromas crueles propias de un internado. Aun así, hizo su grupo, su pequeña familia de repuesto, que todavía conserva gracias a las redes sociales. Cuando ingresó en el internado ya estaba físicamente curado, pero lo que más dolía era la distancia emocional con sus padres y su hermana. Solo regresaba a Moguer en Navidad, Semana Santa y verano, y algún fin de semana si los turnos de trabajo de su padre le permitían ir a recogerlo. A los doce años pidió salir de allí. “Nunca me gustó estudiar”, comenta con cierta guasa. Repitió cursos, sí, pero finalmente consiguió terminar sexto de EGB, ya en Moguer.
Tras graduarse, trabajó una temporada en la fresa. “Trabajaba, ganaba algo de dinero y, sobre todo, me sentía útil.” Tiempo después, un amigo —Manuel Ángel Gómez, el “Gangue”—, profesor y luego director del centro de adultos, lo convenció para que retomara los estudios. Juan le hizo caso; siempre confió en el criterio de quienes lo quieren bien. Logró terminar la secundaria y volvió a centrarse en buscar la manera de ganarse la vida por sí mismo.

Algo que sorprende de Juan es su marcada afición por lo paranormal, un interés en el que llegó a involucrarse de lleno y que añade un matiz inesperado a su historia. A los dieciocho años, su curiosidad por lo desconocido lo llevó a crear junto a Paco López y Morón, La hora oculta, un programa de radio local dedicado al misterio. Entrevistó a figuras de enorme relevancia como Jiménez del Oso, J. J. Benítez o Manuel Carballal, hasta que decidió dejarlo: “Me estaba metiendo en un mundo del que después no iba a saber salir”, comenta hoy, con la serenidad de quien ya aprendió a poner límites a su curiosidad.

Por aquel entonces, el destino quiso cruzar su camino con el de Mari Carmen. Ella lo veía pasar por su calle, con la carpeta bajo el brazo, y la curiosidad la llevó a interesarse por él. Preguntó quién era a una amiga, que se encargó de presentarlos en la Plaza del Cabildo. Poco después, Juan jugó sus cartas frente a un escaparate de dormitorios. Ella estaba allí, charlando con una amiga frente a la tienda de muebles, cuando él se acercó y, con voz seductora, lanzó su particular conquista: “¿Te gusta este dormitorio? Porque va a ser para ti y para mí cuando nos casemos.” Mari Carmen no sabía dónde meterse, debatiéndose entre la vergüenza y la risa. Pero aquella mezcla de seguridad, humor y ternura la desarmó. Empezaron a salir, y lo que parecía un simple flechazo acabó convirtiéndose en una historia de amor a prueba de bombas.

Con Mari Carmen encontró aceptación total desde el primer momento. Ella tenía quince años cuando se conocieron, pero una madurez poco común para su edad. El padre de Mari Carmen se convirtió en su mejor aliado desde el principio; la madre, en cambio, pidió a su hija máxima prudencia: “No quería que me hiciera sufrir, le decía a su hija que ya había tenido bastante”, recuerda Juan con media sonrisa. Pero Mari Carmen lo tenía muy claro: era el hombre de su vida. Cuando murió la madre de Juan, el vacío solo pudo llenarlo ella, con su presencia constante, su cariño y esa mezcla de temple y ternura que sigue siendo a día de hoy imprescindible para él.

A los diecinueve años, Juan firmó su primer contrato municipal: seis meses pintando bordillos, regando jardines y, los lunes, retirando vísceras en el matadero. “El trabajo en el matadero me mantuvo una temporada larga sin probar la carne”, recuerda con humor. Tras ese medio año de contrato, llegó el temido paro. Su padre soñaba con verlo trabajar en el Polo Químico, donde él mismo lo hacía, aunque alguien en la empresa comentó con ligereza que “Juan no podría cargar un saco de 25 kilos”. Pero el tiempo le dio la razón al padre: Juan entró por la puerta grande.
Comenzó en lavandería, sustituyó al jardinero, cubrió vacaciones de telefonista y acabó gestionando la mensajería interna en la empresa. Donde hacía falta, ahí estaba, con una actitud que desarmaba prejuicios. Más tarde pasó al almacén, donde aprendió de su compañero Paco Arias a tramitar pedidos de compras. Cuando Paco cayó de baja, el jefe le pidió que asumiera también ese trabajo sin dejar de lado el suyo. La empresa crecía, llegó nuevo personal y, con el tiempo, Juan se quedó en administración, donde continúa demostrando que la eficacia no admite excusas.

A los veintiún años decidió casarse. Tenía trabajo, casa y, sobre todo, tenía a su lado a Mari Carmen. “¿Nos casamos o qué?”, le soltó un día con decisión y su habitual toque de humor. Ella dijo que sí, y en abril sellaron su vida juntos.
Cualquiera podría pensar que, con sus limitaciones, recibe ayudas o subvenciones. Sin embargo, y pese a tener reconocida una discapacidad del 65 %, Juan nunca ha querido acogerse a ellas. “Siempre he preferido trabajar. Mientras se trabaja, uno se siente más pleno, más feliz. Sientes que creces, que eres útil, y que no eres menos que nadie por tener un solo brazo.”

A lo largo de su vida ha ido coleccionando referentes. La hermana Ángeles fue la primera, con su mirada mineral y su fe inquebrantable. Décadas después, Juan volvió a verla en Ronda. “Rezo por ti cada día”, le dijo ella. Él, que no es de lágrima fácil, se la tragó como pudo.

Entre sus amigos de siempre están Litto, su compañero de vida desde el colegio; “Morón”, su compadre de sevillanas y letrillas de carnaval; el “Gangue”, su colega radiofónico y de la Banda Hermanos Niño; e Isco, el amigo que fue, literalmente, sus pies cuando una dolencia lo dejó sin poder caminar. Isco lo subía y bajaba por las escaleras, lo metía en la ducha y lo cuidaba con una entrega que cuesta describir sin emocionarse.
Y por encima de todos está Mari Carmen: su esposa, su cómplice, su impulso. La que creyó en él cuando otros dudaban, la que lo empuja siempre hacia adelante, con amor, paciencia y una risa que ilumina cualquier tropiezo.

Juan y su esposa, Mari Carmen.

Recuerda Juan que, de joven, tocaba la trompa en la Banda Hermanos Niño. Le apasionaba. Pero un día se hizo una promesa: dejar algo que amaba para conseguir algo estable. Cuando obtuvo el puesto fijo, guardó la trompa. Años después, la música volvió a su vida, aunque vestida de ritmos latinos. Empezó a bailar salsa, bachata y kizomba, y el baile se convirtió en su terapia, su refugio y su alegría. “El baile me dio mucha vida”, dice hoy, con la mirada llena de recuerdos y gratitud por todo lo vivido.

En 2009 comenzó a tomar clases con Javi, el que hoy gestiona la sala Kiss de Huelva, en el polideportivo de Moguer. Desde el principio, el profesor buscó adaptaciones a sus particularidades físicas. Cuando una figura requería dos brazos, le proponía alternativas, y Juan añadía las que su ingenio imaginaba. Más tarde encontró en Tere Moreno una profesora que se convirtió en su guía decisiva: trabajaban las figuras con una mano a la espalda, igualando condiciones y priorizando la musicalidad, la conexión y la base por encima del lucimiento.

Juan Pereira disfrutando junto a Pepi de su gran pasión, el baile.
En clase de bailes latinos junto a la compañera

Hoy baila con Mari Carmen, su esposa, aunque en los sociales también sale a pista con otras chicas. No percibe rechazo, sino todo lo contrario, muchas lo ven como un reto. Las bailarinas con experiencia sienten curiosidad por probar su nivel con él, por descubrir cómo se entienden con una pareja que carece de un brazo. Y cuanto mejor nivel tiene la chica, más fluye todo. “El baile no son solo figuras —dice—. Con un brazo se puede bailar perfectamente si hay ritmo, escucha y liderazgo.”

Pero cuando más disfrutaba del baile, llegaron los problemas en los pies. No me digas que esto ahora no es demoledor. A estas alturas de su historia cuesta asimilar otro golpe, pero Juan tuvo que hacerlo. No quedaba otra alternativa. Siempre había sufrido de pies cavos–varos, aunque con todo su historial, es normal que no prestara atención a esta deformidad.  Pies cavos-varos, en lenguaje llano significa tener demasiado puente y los pies, como él mismo dice, “un poco a su aire”. Durante años esa patología no dio guerra, hasta que, de repente, aparecieron todos los problemas juntos: edemas óseos, dolores incapacitantes y una etapa en la que cada paso era una batalla. El baile, los paseos… todo se detuvo. Para alguien tan vital, y con todo lo vivido, aquello dolía casi tanto como los pies.
Comenzó de nuevo el peregrinaje de médicos y las promesas de plantillas milagrosas que, una tras otra, no servían, hasta que un biomecánico deportivo supo escuchar a sus pies. Le fabricó unas plantillas a medida, ajustadas al milímetro, y ocurrió lo que parecía imposible: recuperó el paso y volvió a bailar. Porque si algo ha dejado claro Juan Pereira es que, cuando la vida le pone zancadillas, él no se cae: marca el compás y sigue bailando…

Nuestro protagonista, cuando se recupera de una historia, no baja la guardia. La vida le ha enseñado a vivir en un permanente estado de alerta. Él bien sabe que no es de los que se resfrían sin más o sufren un simple esguince de tobillo; cuando su cuerpo decide darle un aviso, va directo al límite.
Tras años de tranquilidad, y de manera injusta, la vida volvió a presentarle su peor versión: dolor abdominal, digestiones imposibles, piel amarillenta. Un diagnóstico errado retrasó la detección de una colecistitis litiásica múltiple. Algún médico, tras realizarle varias pruebas, llegó incluso a insinuar que era un gran bebedor. Pero una consulta acertada dio finalmente con el diagnóstico correcto, a tiempo para operarlo de urgencia.
Entró en quirófano y, como si el destino quisiera ponerlo otra vez a prueba, la cirugía se complicó por una grave hemorragia. Lo que pudo ser una intervención leve se convirtió en una batalla que lo mantuvo veintiún días ingresado, temiendo por su vida. “Esta vez pensé que mi vida se acababa”, reconoce. De todas sus batallas, fue la única que logró minarle el ánimo. Aun así, volvió a ganar la partida, y con ella, la certeza de que la vida, incluso cuando aprieta, sigue mereciendo cada baile.

Hoy vive en paz, sin grandes miedos. Se considera una persona de buen ánimo y con una autoestima que no depende del espejo ni del aplauso. “Mi forma de ver la vida viene de fábrica”, resume. No se siente más que nadie, pero tampoco menos. Su filosofía es sencilla: “si tiene arreglo, no hay que preocuparse; y si no lo tiene, ¿para qué preocuparse?” Lo dice y lo vive.

Aún conserva una prótesis estética guardada en un armario, como quien guarda un recuerdo. No la usa. “Soy como soy y no me escondo.” En la playa es el primero en quitarse la camiseta, sin complejos. Los niños, claro, preguntan, y él nunca evita responder. Al contrario, convierte la curiosidad en enseñanza. “Esto pasa por abrir el frigorífico descalzo para coger un helado”, les dice entre risas, mientras observa la mirada pensativa del niño que acaba de aprender una gran lección. Prefiere esa versión a hablar de voltajes y postes eléctricos. Con su humor, les deja un mensaje sencillo y profundo: la curiosidad está bien, pero siempre acompañada de prudencia.

Su mayor ilusión a día de hoy es ver felices a sus hijos, Juan Antonio y Lola. Y la suya propia, seguir disfrutando de lo cotidiano, seguir bailando, trabajar, cuidar de su familia y confiar en que la vida siga “lineal y sin grandes sobresaltos”, dice cruzando los dedos…

Tras la entrevista, Juan en los jardines de Nazaret.

 

Apuntes sobre él…

Por: Ana Hermida

Hay personas que impresionan por lo que consiguen, y otras, como Juan, por cómo lo hacen. Él no dramatiza ni presume: simplemente vive, con alegría, con energía y con una autenticidad y una humildad que no necesitan anunciarse.

Tras lo mucho vivido, otro en su lugar se habría quedado mirando al vacío, pero él aprendió a vivir con lo que tenía, sin mirar atrás ni detenerse en lo que perdió por el camino. Convirtió cada limitación en un reto. Su terquedad infantil de no entrar al comedor hasta lograr anudarse los cordones con una sola mano resume bien toda su vida: fuerza, ingenio y determinación como bandera.

Pero si algo define a Juan Manuel es la naturalidad con la que se muestra. No se esconde, no maquilla lo que le falta. Tiene el don de quitarle gravedad a lo que pesa, de hacer fácil lo que otros verían imposible, de encontrar luz incluso en los días nublados.

Podría parecer que ha sufrido demasiados golpes, pero él los recuerda como si cada cicatriz fuera una historia con moraleja. Ha convertido su discapacidad en una escuela de creatividad y su vida en una lección de resiliencia.

Juan Manuel es una de esas personas que, cuando te habla, te hacen entender que la heroicidad no está en no caer, sino en levantarse una y otra vez sin perder la sonrisa ni las ganas de bailar. Sin pretenderlo, él también alumbra el camino de los demás.

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