Por: Ana Hermida
Desde su infancia en un pueblo minero de León hasta la presidencia de ARO, Fernando nos regala un testimonio brutalmente honesto y profundamente esperanzador sobre su caída en la adicción, el daño causado y su renacimiento personal gracias a su familia, a su gran amiga Lola Pérez, y a la asociación ARO que le devolvió la vida.

Su infancia
Fernando nació hace 47 años en La Ribera del Folgoso, un pequeño pueblo de la comarca del Bierzo, en León. Es el benjamín de once hermanos. Nada más y nada menos. Su padre fue minero y su madre, ama de casa. En su hogar nunca faltó lo esencial, pero crecer en una familia tan numerosa tuvo sus matices. “Reconozco que ser el pequeño de una familia enorme tiene sus ventajas”, dice con una sonrisa. “Pero también tiene sus cositas…” (y se ríe).
Su madre era una mujer cariñosa y entregada, pero en una familia tan numerosa, el cariño tenía que estirarse mucho. “Yo era como el muñeco de la casa, el juguetito de todos mis hermanos”, recuerda con ternura. Aun así, había una ausencia que pesaba: la de una figura paterna más cercana. “Mi padre trabajaba sin parar, como es lógico, con tantas bocas que alimentar. Y, como buen gallego, era más bien cerraete de carácter.” Aquella distancia —sin culpa ni reproche— dejó una huella, de esas que no duelen con estruendo, pero que acompaña durante toda la vida.
Su padre falleció cuando Fernando tenía apenas 16 años. A partir de entonces, los referentes afectivos que más lo marcaron fueron su hermana Sari y su esposo Jero, que vivían en Madrid. Recuerda nuestro protagonista que cada vez que venían a visitarlos, aquello se convertía para él en una auténtica fiesta. “Era monumental”, recuerda con brillo en los ojos. “Y no es que no tuviera cariño con el resto de la familia, pero con ellos siempre he tenido un feeling muy especial”. Para Fernando, su hermana Sari —aunque no fuera la mayor— ha sido siempre “como una segunda madre”. Ella y Jero le ofrecieron justo lo que siempre necesitó: un refugio emocional donde sentirse visto y querido de verdad.
Hablar de ellos todavía hoy le quiebra un poco la voz. Porque hay personas que no solo forman parte de tu vida, sino que incluso cuando no están, siguen haciéndote fuerte.

Su juventud
Fernando dejó los estudios tras el primer año de instituto y se puso a trabajar con sus hermanos. Su adolescencia quedó fuertemente ligada al sector de la construcción. Era yesero. Y no sé muy bien por qué, pero cada vez que lo dice, se le escapa una carcajada… y le lanza una mirada cómplice a Inma, que siempre le sigue el juego con una sonrisa. Como si detrás de ese “yesero” hubiera mil anécdotas privadas que ya no hace falta contar.
Durante aquellos años, su vida tenía dos caras bien diferenciadas: trabajo de lunes a viernes y “vida loca” el fin de semana. El patrón era claro: esfuerzo, dinero rápido y una juventud que pedía desahogo sin manual de instrucciones.
Hay algo que Fernando comparte y que conviene escuchar con atención: “Yo me recuerdo siendo un niño bebiendo alcohol en casa, en familia. El alcohol estaba completamente normalizado en mi entorno familiar”. Y lo cierto es que muchos de quienes ya peinamos canas incluso recordamos bien aquella época en la que se le daba a los niños un vasito de “un vino milagroso” antes de comer, para abrir el apetito. Y se ofrecía con toda la buena intención del mundo, sin maldad, sin conciencia del riesgo.
El alcohol entró por tanto en escena cuando Fernando tenía apenas once o doce años. Y no fue por descuido ni por negligencia: fue por costumbre. Porque era lo que se hacía. Lo que se veía. Y cuando llegó la juventud, y con ella el dinero propio, llegaron también las primeras borracheras. Era el plan de los fines de semana. Un plan que venía disfrazado de absoluta normalidad.
Pero detrás de esa rutina —aparentemente inofensiva— se escondía una grieta. Y por esa grieta, sin que nadie lo advirtiera, se coló algo mucho más peligroso.
Tal vez, pero solo tal vez, reflexiona Fernando, ahí empezara todo. «Porque cuando asocias desde niño el alcohol con lo cotidiano, con la celebración, con lo social, aprendes a vincularlo con evasión y disfrute. Y eso, sin quererlo, puede abrir la puerta a una adicción futura. El peligro, en ocasiones, es invisible. Y lo que parece un juego cuando eres pequeño… puede terminar siendo una trampa«, explica…
Su llegada a Aljaraque
Con apenas 20 años, Fernando llegó a Aljaraque para trabajar con algunos de sus hermanos. No sabía que aquel viaje cambiaría su vida para siempre. Allí conoció a Inma. “Un pedazo de mujer”, dice, con esa sonrisa que aún hoy se le escapa al nombrarla. “Ella tenía una personalidad que no pasaba desapercibida y una mirada incisiva que cuando se dirigía a ti, te hacía tambalear. Sentí una explosión al conocerla”. Lo dice así, sin rodeos. Le impactó todo de ella: su carácter firme, su forma de vestir, su corte de pelo a lo garçon… “Era distinta a todo lo que yo había conocido. Inma no seguía modas, las inventaba. Tenía criterio, tenía fuerza” recuerda con la mirada perdida en el pasado.

Habría que imaginar al Fernando de aquel entonces: el pequeño de once hermanos, criado entre normas compartidas y camisetas heredadas, donde todo era colectivo, incluso la forma de ser. “Yo era más bien tímido, venía con mi acento del norte y mis silencios, y ella… ella era pura chispa, arte andaluz del bueno”. Norte y sur se encontraron. “Menuda mezcla”, dice entre risas. Y lo dice como quien mezcla pólvora con fuego…
Su vida se resumía en un esquema muy claro: trabajar mucho para ganar mucho dinero… y fundírselo sin mirar atrás durante el fin de semana. Así, los viernes por la tarde, al salir del trabajo, comenzaba su particular escape: todo un fin de semana por delante para disfrutar de su relación, de sus amistades, de la vida “a tope”, sin preocuparse por lo que quedara en la cartera ni por lo que vendría después. Semana tras semana, la rutina se repetía. Todo parecía bajo control. Nada de lo que preocuparse… o eso creía.
Y se casó con Inma
Tras seis años de relación, se casó con Inma y llegó Fernando José, ese hijo que hoy tiene 19 años y que ha crecido siendo testigo —casi sin saberlo— de una de las transformaciones más profundas que puede vivir un ser humano. Ha visto a su padre desandar el camino de la oscuridad para reencontrarse consigo mismo. Pero no con el que era antes de la adicción, sino con una versión mucho más completa, más consciente, más luminosa.
Pero retrocedamos a aquel momento. Ya casados, todo parecía sacado de un cuento perfecto: un matrimonio joven, amor, un hijo precioso y deseado, trabajo estable… ¿qué podía fallar? Nada en apariencia. Pero dentro, muy dentro, y sin hacer apenas ruido, algo se estaba gestando. Una adicción comenzaba a tomar forma dentro de Fernando, como esas tormentas perfectas que se arman despacio en el horizonte, mientras el cielo aún se muestra azul.
Un día, en una fiesta, con algunas copas en el cuerpo, alguien le ofreció cocaína. Fernando recuerda aquel momento con una claridad que asusta: “Fue en Aljaraque, después de una comida… la probé y me hizo efecto al instante”. La sensación fue devastadora: energía a raudales, el miedo inexistente, la autoestima por las nubes. “Me sentía el Rey”, dice. Con la cocaína se vinieron abajo sus complejos, su timidez y sus miedos. “Era como si, de pronto, pudiera con todo”.
Antes de probar la coca, había probado algún que otro porro, pero no le gustó el efecto. “Me dejaban chof”, reconoce sin rodeos. Él buscaba justo lo contrario: impulso, altura, velocidad… sentir que tenía el control. Y todo eso lo encontró, peligrosamente rápido, en una raya blanca. Porque si algo tiene la cocaína es que no espera. Actúa de inmediato. Y esa inmediatez, cuando lo que trae es esa falsa sensación de altura, tiene un enorme poder adictivo, como pronto descubriría…
Su consumo nunca fue diario. Era cosa social, de fines de semana, de vacaciones, de esos “momentos especiales” que poco a poco se iban multiplicando. Entre semana, de lunes a viernes, cumplía en el trabajo, y en casa, “medio cumplía”. Pero los fines de semana… la liaba, se perdía.
“El viernes salía, me lo gastaba todo. Volvía a casa el domingo con la cabeza agachada. Me arrepentía. Y cada lunes me quería morir.” Así, sin rodeos.
No hacía falta consumir a diario para que la vida empezara a resquebrajarse. Bastaba con desaparecer dos días para que todo lo que amaba empezara a venirse abajo. Cada lunes, al abrir los ojos con el alma hecha trizas, su conciencia le golpeaba con una dureza insoportable. Entonces se prometía no volver a hacerlo. Nunca más. Y se lo decía también a Inma. Le juraba que sería la última vez.
Ella lo creía. Una y otra vez. Porque cuando alguien a quien amas te mira con esa mezcla de culpa y ternura, con los ojos llenos de derrota, no piensas que te está mintiendo. Piensas que esta vez, por fin, será verdad.
Inma pensaba que la conducta de su marido se debía solo al alcohol. Creía que bebía más de la cuenta, pero nada más. En su mundo, la cocaína no existía. Y Fernando se encargaba de que siguiera siendo así. Disimulaba, mentía, minimizaba.
Fueron doce años de consumo vinculado a los fines de semana o vacaciones. Pero había una trampa invisible: si un finde no consumía, el siguiente lo vivía como una compensación. “Como si quisiera recuperar el tiempo perdido”, dice. Y cuanto más tiempo sin hacerlo… más gorda era la vuelta.
“Cada lunes, arrepentido, me dedicaba a conquistarla. Y los viernes volvía a desaparecer…” Así resume Fernando ese vaivén doloroso que marcó durante años la dinámica de su vida en pareja. Cada domingo por la noche, al cruzar la puerta de casa, se quería morir y se iba a dormir al sofá. Allí tumbado pensaba en el desastre que había dejado atrás: el dineral que se había fundido, las mentiras acumuladas, la irresponsabilidad hacia su familia… y, sobre todo, el daño que estaba provocando en las personas que más quería.
Recuerda con claridad el momento en que subió un peldaño en la adicción: cuando empezó a consumir solo. Ya no era la fiesta, ni la compañía, ni las risas de bar. Era él, solo, en un coche, con una raya de cocaína que no le daba lo que buscaba, pero que no podía dejar de buscar. Porque con la cocaína pasa eso: cuanto más consumes, más crees necesitar. Y en esa escalada, llega un punto en que toleras tanto la sustancia que el efecto dura cada vez menos, y la ansiedad por repetirlo crece sin medida. Es lo que llaman tolerancia. Pero detrás de esa palabra tan técnica, hay una verdad muy cruda: estás perdiendo el control. Al necesitar más cantidad de cocaína para lograr el efecto de antes, la economía se va resintiendo…
Llegó al punto en que todo lo que ganaba trabajando “me lo fundía en fiestas”. Nunca llegó a endeudarse, pero el descalabro económico se fue notando poco a poco. Hasta que llegó el día en que hubo que pedir dinero para comprar pañales para su hijo. “Eso… eso todavía me cuesta contarlo”, dice con enorme tristeza, mirando al suelo. La amiga Lola, como tantas otras veces, estuvo ahí. Sin preguntas. Sin reproches… Ella compró los pañales. La cosa había llegado al límite.
Punto y aparte
Fernando recuerda con absoluta claridad una Nochebuena que quedó grabada a fuego en su historia. “Aquella nochebuena la lie muy buena”, dice con esa mezcla de vergüenza y verdad que solo se permite quien ya ha hecho el viaje de vuelta. Su hijo tenía apenas dos añitos. Aquella mañana salió como tantas otras, con la promesa de volver a tiempo. Pero no volvió. Se enredó como siempre… y, evidentemente, no llegó a cenar a casa de sus suegros.
Inma hizo lo que tantas veces hacen las mujeres que aman sin entender del todo lo que está pasando: lo tapó. No dijo nada. Disimuló. Sostuvo la mentira con la cabeza alta mientras, por dentro, su alma se arrastraba por los suelos. Pero aquella vez hubo algo distinto. Algo en Fernando se quebró ante la evidencia. Sintió claramente que la estaba perdiendo y que la iba a perder para siempre. Ella aguantó unos días, dejó pasar las fiestas, y al pasar Reyes, “me colocó ante un espejo. Y lo que vi reflejado, gritaba evidencia. Ante esto, por primera vez, me vi obligado a decirle la verdad. Le dije que era adicto a la cocaína y que necesitaba ayuda.”
Ante esta confesión, Inma, en shock, eligió quedarse y luchar por su familia. Empezó a pelear junto a él, sin saber muy bien contra qué. Y aún así, ella dijo: “vamos”.
En ese primer momento, solo tres personas supieron la verdad: su mujer, su hermana Sari y Lola. Tres mujeres. Tres anclas. Tres luces cuando todo parecía apagado…
Y se puso en tratamiento
Fueron a buscar ayuda a un centro privado y bastante costoso, que centraba el tratamiento en lo farmacológico. Durante un tiempo, dejó de consumir. “Solo dejé de consumir. Pero con eso no bastaba.” Mi familia seguía herida de muerte, mi ánimo estaba por los suelos y el tratamiento dejaba a Inma completamente al margen. “Estábamos en casa como en una nube zombi”, recuerda. “No éramos conscientes de nada. Nos cruzábamos por los pasillos sin mirarnos. Si ella me miraba, no me veía. Yo solo estaba… sin ser.”
Fernando era un cuerpo presente pero vacío, sostenido por la rutina y las pastillas. Cumplía con lo funcional: trabajaba, comía, se vestía, se duchaba… pero todo en modo automático, como si alguien hubiera apagado el interruptor de lo emocional.
Inma, mientras tanto, era la testigo muda de aquel espectro que habitaba su casa. Lo veía ir y venir sin reconocerse en él. “Un ser sin alma”, dice él ahora, sin dramatismos, sin excusas. Solo con verdad.
Tomaba varias pastillas al día, que con el tiempo le fueron reduciendo poco a poco. Estuvo año y medio dentro de ese sistema. Mientras duró la medicación, no consumía. Estaba bajo vigilancia química. Un apósito. La herida seguía abierta, simplemente cubierta. Y en silencio… supuraba.
“Me trataban como a un enfermo psiquiátrico”, dice, con esa mezcla de tristeza y claridad que da el tiempo. “Y yo, como me sentía destrozado, hacía lo que me dijesen. No porque confiara, sino porque estaba tan hundido que era como un pelele. Hacía lo que fuera solo por salvar la ropa.”
Iba, firmaba lo que le ponían por delante, tomaba lo que le mandaban y bajaba la cabeza. La consulta, lejos de calmarle, era un espacio helado, sin alma. Lo vivió como algo indigno. Desesperanzador. Pan para hoy y hambre para mañana. Porque dejar de consumir es solo una parte del camino. Y lo verdaderamente difícil —lo que nunca ocurrió allí— era volver a sentirse vivo y libre.
Fin del tratamiento
Como aquel tratamiento privado costaba bastante dinero y la economía familiar empezaba a resentirse, llegó un momento en que Fernando planteó al médico que quizás debería ir dejando las pastillas. Fue entonces —casualmente— cuando le dijeron que ya estaba listo para el alta. “Ya estás preparado”, le dijeron. Pero él, abrazado a la ignorancia, lanzó una pregunta antes de salir por última vez de aquel despacho: “como mi problema era la cocaína, ¿podré al menos tomar una cerveza?” La respuesta fue ambigua y bastante permisiva: “Alguna sin alcohol, sí”. Y por ahí volvió a colarse la oscuridad…
Vuelta al caos…
Tras dos años sin consumir, probó la primera cerveza sin alcohol. De ahí pasó a la que sí lo tenía. Y lo demás vino solo, como un alud que llevaba tiempo acumulando nieve para desprenderse a lo bestia. Empezó a beber con muchas ganas, como tratando de recuperar el tiempo perdido, y pronto llegó de nuevo la cocaína… Su hijo tenía ya cuatro o cinco años. Era más consciente, más niño que bebé, y eso hacía que todo doliera aún más.
Fue entonces cuando Inma, agotada y desesperanzada, le dejó claro que ya no iba a sostenerlo a ciegas: “Si te quieres curar, hazlo tú. Cuando vea pasos, quizás me ponga a tu lado”. Se lo dijo desde el límite y desde la responsabilidad como madre. Inma literalmente no podía más.
“Con la adicción arriba del todo, cuando despertaba los lunes sentía algo que me destrozaba por dentro: me di cuenta de que hacía cosas que no quería hacer. Cosas que iban en contra de mí, de mis valores, y de lo que más quería en el mundo: mi familia, a la que ya había perdido. Y no podía evitarlo. Y cuando haces algo que traiciona todo lo que crees y todo lo que amas… el remordimiento de conciencia es brutal. No es solo culpa, es un vacío que te corroe por dentro y acaba contigo”, confiesa.
Cuando Fernando habla de su pasado en la adicción, cada palabra cae como un peso. “Te sientes un mentiroso. Un impostor dentro de tu propia casa. Y eso… eso es durísimo. Dañar a la persona que más te importa, no te lo perdonas”. Inma había tocado fondo. No estaba dispuesta a caminar a su lado. Él no supo por donde tirar…
Lola llamó a la puerta de ARO
En ese punto de desconcierto y desencuentro, Lola aparece para, una vez más, ofrecerse a ayudar a la pareja. Ella supo ver la luz de Fernando antes de que se apagara definitivamente. Inma estaba al borde del abismo. “Yo me sentía solo y desorientado. Lola me recordó quién era yo antes de todo esto y confió en mi rehabilitación. Ella intuía que aún quedaba algo bueno dentro de mí que se podía salvar… Me cogió de la mano y me llevó a ARO”.

Era junio de 2012, Lola lo llevó abatido a una guardia de ARO, en la antigua sede de Isaac Peral, en Huelva. Allí, sin saberlo aún, Fernando dio el primer paso de regreso a la vida.
La entrada en ARO fue dura. Muy dura. Llegó, junto a Lola, dispuesto a agarrarse a lo que fuera, había perdido toda la fe en sí mismo y en su capacidad de rehabilitarse. Ya había pasado por un tratamiento largo, intenso y costoso… y no había funcionado.
Pero lo que encontró allí fue distinto. Los monitores de guardia no solo lo recibieron, también lo arroparon. Rápidamente se unió a un grupo de terapias de preinicio al que asistía acompañado por Lola. “Las primeras sesiones me sirvieron mucho porque me escuchaban y me entendían. Sabían de lo que hablaba porque ellos, incluso los monitores, también habían estado donde yo estaba.”
Aun así, Fernando dudaba. “Yo pensaba: si los monitores han sido adictos como yo, ¿qué van a enseñarme?” Pero algo empezó a moverse en su interior…
Estuvo meses «compartiendo piso» con Inma y su hijo que ya tenía 6 años, y acudiendo a terapia «acompañado por mi amiga Lola”…
Los nombres de sus monitores de preinicio se le han quedado grabados con tinta imborrable: Manolo Vázquez y Carmen, Miguel de los Santos, Francisco y Cinta. “Les debo tanto…”, dice. Al principio le costó dejarse llevar. Pero un día planteó en el grupo de terapia que le había salido trabajo en Ronda y que estaba pensando en trasladarse. Miguel le contestó de forma contundente: “Si te vas ahora, ya no volverás.” Esa advertencia le hizo pensar. Decidió no irse y priorizar su recuperación.
En aquel momento, Fernando hizo acopio de humildad, de esa que nace cuando ya no quedan excusas. Asumió su enfermedad, bajó su actitud defensiva y, por fin, se dejó guiar. Se entregó al ritmo del grupo, a su dinámica, a sus normas… y entonces ocurrió algo que aún hoy le emociona recordar: llegó Inma.
Las heridas del acompañante
Inma arrastraba heridas profundas. De esas que no se ven, pero duelen a rabiar. Heridas que no se curan solas. Necesitaba ayuda. Necesitaba espacio, tiempo, escucha. Hasta entonces, había sido Lola quien acompañaba a Fernando en las terapias. Y fue ella, con la sensibilidad de quien sabe cuándo dar un paso al lado, quien le pasó el testigo a Inma para que entrara en el grupo de terapias de preinicio.
“Inma empezó a venir a terapia. Enfadada. Escéptica. Rota. Pero vino. Y ese fue, sin duda, el verdadero comienzo”, recuerda Fernando. Ella llegó durante el último mes del grupo de preinicio, una etapa especialmente dura, centrada en tomar distancia del tóxico. “Para mí, que ella viniera fue algo definitivo.”
Aquella incorporación de Inma a la terapia le hizo ver algo muy importante: “ El acompañante lo pasa incluso peor que quien sufre la adicción. Porque mientras el adicto sabe —aunque lo oculte— lo que le ocurre, el acompañante vive en la oscuridad más absoluta. Sin respuestas. Sin herramientas. A tientas. Y en el caso de Inma, que estuvo durante años sin saber qué me pasaba… imagínate. No solo sufrió: también enfermó. Y aun así, vino. Y se quedó. Por eso me siento profundamente agradecido.”
Y crecieron juntos, paso a paso
Fernando e Inma caminaron por todas las etapas del proceso en ARO: primero el grupo de preinicio, luego el de inicio, más tarde el intermedio y, por último, el grupo de proyección. Hoy, los dos son monitores. Acompañan a otros que, como ellos, buscan rehacerse. Pero llegar hasta donde están hoy no fue fácil. El camino fue largo y lleno de decisiones difíciles.
Fernando recuerda con nitidez varios momentos clave durante el periodo de rehabilitación:
El primero, sin duda, fue la incorporación de Inma a la terapia. “Ese gesto lo cambió todo”, dice con la voz baja pero firme.
Después vino entender que la adicción era una enfermedad… y que de esa enfermedad se salía tomando decisiones. No grandes promesas, no planes eternos. Decisiones humildes. Concretas y cortoplacistas. “Aprendí a decidir sobre el hoy. A decirme: hoy no consumo. Mañana, ya veremos. Esa forma de pensar es clave para no caer en la ansiedad.”
Luego llegó uno de los momentos más delicados y valientes del proceso: tomar juntos la decisión de, como ellos dicen, «cerrar el libro de las facturas pendientes«. Ese libro invisible que, sin querer, se va llenando de heridas, reproches y decepciones acumuladas. “Llega un día —recuerda Fernando— en el que, después de haberlo hablado todo, llorado todo, te atreves a decirle al otro: ‘Vamos a cerrar esto. Aunque queden facturas sin saldar. Aunque no todo esté compensado. Ya no se puede cambiar el pasado. Solo puedo pedirte perdón. ¿Podemos dejar de abrir este libro?’”
Inma aceptó. Y en ese instante, Fernando supo que tenía una oportunidad real. Que el amor seguía ahí, aunque dolido. Que todavía era posible reconstruir lo que una vez se rompió.
Recuerda entonces el consejo de uno de sus monitores, que le dijo con total claridad: “Si quieres recuperarla, tienes que volver a enamorarla.” Y Fernando lo entendió perfectamente. Sabía que el amor, la admiración, la confianza, el cariño… todo eso se había perdido por el camino. “Yo quería volver a ser el hombre del que ella se enamoró. Así que me tocó remangarme y ponerme a reconquistarla…”
Hace una pausa. Sonríe. “No me resultó nada fácil la tarea, todo hay que decirlo… pero sin duda ha merecido la pena.”
Otro momento clave llegó cuando estaba en el grupo de intermedio. Hasta aquel momento, el miedo al rechazo le había obligado a mantener su adicción en secreto. No hablaba. No se exponía. Prefería esconder su historia antes que afrontar la mirada juiciosa de los demás. Pero algo cambió en esa etapa. Se armó de valor y rompió su silencio y hermetismo. “Di una charla en la radio de Cartaya. Hablé abiertamente de mi adicción. Y después, sin pensarlo dos veces, mandé esa entrevista a toda mi familia y a mi entorno.” Fue como romper un muro a martillazos. “Hasta ese momento, la adicción me había convertido en alguien cerrado. Sin palabras. Sin emociones visibles. Pero ese día entendí algo crucial: que rehabilitarse no era un milagro, sino una decisión. Y yo la había tomado. Con todo lo que eso implicaba.”
Hablar por fin fue un salto. Un salto cualitativo, pero también cuantitativo. Porque al verbalizar su historia, algo dentro de él se liberó. Y esa libertad trajo consigo un compromiso nuevo: el de ponerse al servicio de los demás.
Proyección
Llegar al grupo de proyección supone el broche de oro de quienes ya han recorrido el camino hacia la libertad y se preparan para devolver a la sociedad lo mucho recibido. Hoy, tanto él como Inma son monitores. Escuchan a quienes llegan rotos, dudando, con miedo. Y les ofrecen lo mismo que un día les ofrecieron a ellos: comprensión, experiencia y una fe que el propio adicto y sus acompañantes han perdido por completo.
Las «cositas» que quedan tras una adicción
Una vez superada una adicción, hay pequeñas cosas que se quedan pegadas, como si formaran parte de uno. Son los llamados «automatismos«. Conductas adquiridas durante la etapa de consumo que, incluso después de la rehabilitación, siguen apareciendo sin que te des cuenta. Y hay que trabajarlas. Una a una. Con paciencia. Y con verdad.
“La mentira, por ejemplo —cuenta Fernando—. Durante la adicción se convierte en tu forma de vida. Mientes para protegerte, para disimular, para no afrontar. Y se automatiza. Llega un momento en que, incluso cuando ya estás limpio, sueltas una mentira tonta sin sentido, casi sin darte cuenta. No es por maldad. Es por inercia. Por eso, en la rehabilitación hay que trabajarlo. Y mucho.”
Otro ejemplo que él pone con una mezcla de sencillez y crudeza es el del sofá. “Cuando consumía, los domingos solía dormir en el sofá. Era como mi cueva de resaca emocional. Así que, cuando entré en terapia y empecé a reconstruir mi vida, supe que eso tenía que cambiar. Porque para mí y para Inma, ese dormir en el sofá era un recuerdo de lo que no queríamos volver a vivir. Ni de visita.”
También está la famosa tarjeta de crédito… “con la que te hacías las rayas. Puede parecer una tontería, pero no lo es. Esa tarjeta hay que cambiarla. Hay que romper con todo lo que te conecta a aquella etapa.”
Son detalles, sí. Pero los detalles también cuentan historias. Pequeñas escenas cotidianas que, sin querer, te devuelven al lugar del que tanto te costó salir. Y por eso, en la rehabilitación, aprender a identificar y desmontar esos automatismos no es un capricho: es una parte importante para trabajarla. Porque hay objetos, gestos, rincones y rutinas que ya no pueden tener el mismo significado. Porque quedarse cerca de ellos es como dejar una puerta entreabierta al pasado. Y cuando decides de verdad salir adelante, hay que cerrar esa puerta. Con determinación. Con amor propio. Y con la clara certeza de que no quieres volver… ni por un minuto.
Mejorando de por vida
Desde 2012, Fernando se siente libre. Pero no se engaña. No hay medalla al llegar a meta. Pero no la hay porque no hay un fin de trayecto. “Siempre hay algo que mejorar”, admite con esa humildad serena de quien ha aprendido que el verdadero reto no es dejar de consumir… sino «no dejar nunca de crecer«.
Sobre sus miedos
“Mi único miedo es la pérdida”, confiesa con una sinceridad que desarma. “Inma y yo hemos trabajado tanto, hemos peleado tanto… que siento que nos merecemos que todo nos vaya bien.” Aun así, procura que ese miedo no se le instale muy dentro. No quiere vivir con el corazón encogido ni sufrir antes de tiempo. Sabe que la vida no ofrece garantías. Pero también sabe lo que vale —y lo que le ha costado— todo lo que hoy tiene.
Sobre sus ilusiones
Hoy, Fernando abraza con ilusión un nuevo desafío: la presidencia de ARO. “La he asumido con entusiasmo, con gratitud y con un profundo sentido de la responsabilidad”, dice.
Y desde esa posición, como presidente de ARO, lanza un mensaje claro, rotundo y esperanzador:
“Quiero que todo el mundo sepa que el servicio de rehabilitación en nuestra asociación es gratuito y está abierto a todos. También quiero trasladar un mensaje muy importante: nunca es tarde para pedir ayuda. Y curarse… curarse es una decisión. Propia. Valiente. Y más que posible. Y te lo dice la voz de mi experiencia…”
Treinta minutos de conversación con él bastaron para entenderlo todo. Tres horas y media para admirarlo. Porque Fernando es de esas personas que, al compartir su herida, te ayudan a sanar la tuya.
Desde Periódicos Punto Cero, queremos dejar constancia de nuestro más profundo reconocimiento y admiración.
A ti, Fernando, por tu valentía, tu humildad y tu extraordinaria capacidad de superación.
A Inma, por no rendirse, por elegir el amor y la familia incluso en mitad de la tormenta.
A Lola Pérez, por ser esa amiga leal e incondicional que todos querríamos tener cerca cuando la vida aprieta.
A Sari y Jero, por haber sabido estar, por haber sido ese refugio lleno de ternura cuando más se necesitaba.
Y, por supuesto, a todo el equipo humano de ARO, que desde hace más de medio siglo transforma dolor en esperanza y acompaña a tantas personas a recuperar lo más valioso: la dignidad, la alegría y el derecho a una vida plena en LIBERTAD.